Por Rodrigo González
Ochoa
Ciudadano.
Hoy, a 55 años, los muertos de Tlatelolco han germinado, y su sangre es la nuestra. Somos una generación de sobrevivientes, obligados a seguir exigiendo justicia y asunción de responsabilidades, porque sabemos que la historia mexicana continúa mostrando enormes desgarrones de impunidad institucional, y no queremos irnos de este mundo sin decir a nuestros descendientes que no hemos dejado de luchar para restaurar los vacíos dejados por la masacre y el silencio interesado y cómplice. México sabe el nombre de los culpables.
No queremos que
nuestros hijos nos reclamen no haber sido capaces de escribir un relato
completo de todas las vidas borradas por las balas, de la carne ausente que nos
marcó en su alegre rebeldía. La gran Manifestación del Silencio ha durado ya
demasiado. Ya es hora de completar el relato. A nuestro libro le siguen
faltando páginas, capítulos enteros, y a más de medio siglo de la Plaza de las
Tres Culturas y sus bengalas ominosas, no hemos logrado que el estamento
militar y de seguridad admita siquiera su participación en los hechos de esa
tarde de pólvora y calumnias. Ese silencio y esa opacidad siguen pasando lista
de presente ante el altar luctuoso de la Patria.
Esas instituciones
fueron las autoras de ese crimen de Estado –y de los demasiados Tlatelolcos de
nuestra historia–: lo planearon, tendieron la trampa, prepararon hasta los
hospitales, las ambulancias, los cementerios; subieron a la tropa sin decirle
adónde la llevaban, pues también entramparon al Ejército, lo volvieron nuestro
extraño enemigo, y hoy carga con el injusto desprestigio causado por unos
cuantos generales ya para siempre deshonrados y por dos presidentes cuyos
nombres ampollan nuestra lengua.
Después, con toda
frialdad se afanaron en borrar las evidencias de la escena de ese crimen
llamado genocidio, destruyeron casi todas las pruebas, lavaron la Plaza,
maicearon a una prensa ya corrompida, calumniaron a los cadáveres y a los
deudos, con cinismo mintieron ante el mundo y lo deslumbraron con el oropel de
los Juegos Olímpicos para ocultar las tumbas abiertas como la boca de un
Monstruo de la Tierra que no se sacia de devorar nuestra carne. Luego nos
señalaron como culpables; pero si lo somos no será por omisión, por cobardía,
por indiferencia, sino sólo porque nuestras fuerzas pueden poco frente al
Estado priista y panista y sus sicarios. Y después se repartieron entre ellos
cargos públicos y medallas y estipendios.
No esperamos, sin
embargo, como sobrevivientes en tierra de masacres, que los responsables
directos se declaren voluntariamente culpables o simples hechores del crimen en
cumplimiento de órdenes recibidas: no somos tan ingenuos. Pero, para el
discurso gubernamental, la masacre de Tlatelolco, probada y documentada hasta
la saciedad, ha permanecido, desde hace más de cincuenta años, en el limbo del
silencio histórico oficial: ardiendo en la conciencia de una nación entera,
pero en una zona gris de la memoria, sepultada en una fosa clandestina, con el
nombre borrado. Como una herida abierta y hasta ahora no cicatrizada.
Hoy, 2023, al más
legítimo titular del Poder Ejecutivo que el país haya elegido en casi un siglo
le solicitamos, con respeto al pueblo de México y a su historia más que digna,
le pedimos, le proponemos dar con gallardía un paso al frente y, como comandante
supremo de las Fuerzas Armadas de la Nación, en una declaración histórica que
los libros escolares deberían recoger, se comprometa a que el Ejército Mexicano
no volverá nunca más sus armas contra el pueblo que le da origen y destino. De
este acto podrían emerger unas fuerzas armadas reivindicadas, de nuevo
prestigiadas, con las manos limpias y la frente en alto.
También esperamos que
el gobierno de la República realice los pasos prácticos para la apertura
completa, ahora sí, de todos los archivos militares y de las fuerzas de
seguridad para ponerlos a disposición de investigadores y lectores mexicanos.
Tras ello, proponemos que se elabore y publique ampliamente una memoria crítica
sobre las disidencias y resistencias armadas surgidas en el país en las últimas
seis décadas –a partir de la emblemática fecha del 23 de septiembre de 1965–,
para lo cual se formaría un equipo editorial diverso que examine y valore, lo
más serenamente posible, todas las versiones existentes, oficiales y
extraoficiales, sobre esta ya demasiado larga historia de los años de plomo y
sangre y solidaridad y sacrificio, como prueba fehaciente y primer paso en la
ruta de la reconciliación nacional y la asunción plena de responsabilidades.
Presidente López
Obrador: engrandezca su magna obra. Culmine usted su gran período de gobierno
contribuyendo a la paz y la concordia nacionales. Aunque era usted apenas un
adolescente en 1968, las preocupaciones sociales y justicieras tienen que haber
estado ya presentes en usted durante aquel período negro. No deje pasar el
momento de aportar su dilatado prestigio a esta tarea pospuesta. Usted se lo ha
ganado y también México.
Con todo respeto,
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