Por Ilka Oliva-Corado
Blog de la
autora: https://cronicasdeunainquilina.com
A las once y treinta de la mañana, Jacinta sintió el olor
de la hierbabuena fresca después de la lluvia y el de unas ramitas de culantro
recién cortadas envueltas en una tortilla recién salida del comal, la sensación
del jugo de tomate escurriéndose por las comisuras de los labios le hizo
extrañar aún más su natal Olopa, Chiquimula, Guatemala y los años de su
infancia en los que la familia estaba unida.
Es un día
caluroso de principios de mayo, cosa rara, porque el verano aterriza en junio
con su canícula y las lluvias torrenciales, el calor la hace viajar en el
tiempo y regresar a los caminos empolvados de su natal aldea El Carrizal y a su
infancia de campesina. En esos vaivenes emocionales Jacinta vuelve a
sentir la tierra seca acariciándole las plantas de los pies, el aroma propio de
la vega, donde cortaba chico zapotes, mangos, palmitos, malanga, yuca y
disfrutaba los surcos de hierbabuena y culantro que sembraba junto a sus
hermanos.
De los doce sólo
uno quedó en Guatemala, los otros están dispersos a lo largo y ancho de Estados
Unidos, Jacinta lleva veinte años sin verlos físicamente, son indocumentados
como ella y se limitan a ir del trabajo a su casa y viceversa. Esperando
una reforma migratoria lloraron la muerte de sus padres en sus trabajos, de
albañiles, cocineros, y mantenimiento.
Viviendo en el mismo
país no han podido verse, como le tocó a su mamá con sus hermanos que se
regaron a lo largo y ancho de Guatemala en los tiempos de la dictadura, no fue
el desamor como han dicho muchos, fueron las circunstancias de lo que le tocó
vivir a su generación, le ha explicado su hijo mayor, que estudia antropología
en una universidad de Boston, en donde viven.
A distancia Jacinta
conoció a sus sobrinos, que ya de grandes fueron a conocer Olopa y al tío que
se quedó, siempre regresan agradecidos con sus padres por haber emigrado y
haberles dado una vida distinta a la de los paisanos que buscan entre las
piedras qué comer en la sequía del oriente guatemalteco.
No queda mucho allá, le cuenta su hijo pequeño cuando
regresa de visitar la tumba de sus abuelos, la casa donde crecieron su mamá y
sus tíos y la aldea que se deteriora con los años. Jacinta sin embargo en las
horas más duras de su trabajo en un rastro de cerdos, donde limpia la sangre
con una manguera, se imagina los tiempos verdes, cuando los frutos
del invierno llegaban y vienen a su memoria la vega, los surcos de
culantro y el aroma inconfundible de las ramitas de hierbabuena antes de dejarlas
caer en el caldo de gallina de patio hirviendo en la olla en el polletón de la
casa donde creció, sólo así, en ese vaivén puede soportar los tres turnos que
tiene en el rastro y con los que ha sacado adelante a sus tres
hijos.
Quisiera
contarles a sus papás que la vida de indocumentada en Estados Unidos también es
dura, lo hará algún día cuando consiga los papeles y vaya a visitarlos al
camposanto.
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