“El arma de los
imperialismos es el hambre. Nosotros, los pueblos, sabemos lo que es.”
(Evita)
Para las élites en el
poder, el hambre es un fenómeno “inevitable y natural”.
Por Carolína Vásquez Araya
Con retraso en el crecimiento, peso inferior al 60 por
ciento del previsto para la edad, escasa o nula grasa subcutánea, extremidades
delgadas, diarrea, infección respiratoria, tuberculosis y signos de otras
carencias nutricionales como deficiencia de micro nutrientes, se manifiestan
algunas características de un cuadro de desnutrición en la infancia. En nuestro
continente, un continente rico en recursos pero sometido a un sistema económico
y político criminal, discriminatorio y deshumanizante, las grandes mayorías
enfrentan la peor de las pandemias: el hambre.
El hambre, definido como el producto de la escasez
generalizada de alimentos básicos que padece la población de forma intensa y
prolongada, es una violación de un orden jurídico cuya premisa principal es la
protección de la persona contra el abuso de autoridades, servidores públicos y
particulares. Esta especie de patología política contraviene las garantías de
los textos constitucionales y se encuentra presente con diferente intensidad y
extensión en todos nuestros países, respondiendo a un sistema de reparto
injusto de la riqueza pública y a la acumulación del patrimonio común en manos
de una élite explotadora. La paradoja, es que el empobrecimiento resultante
provoca un inevitable colapso de las capacidades productivas de la comunidad y,
por ende, una disminución progresiva de los atributos intelectuales y físicos
del recurso humano que pudiera contribuir al progreso de esa misma élite.
En América Latina, la pobreza impuesta de manera tan
implacable a las grandes mayorías podría definirse como una fórmula
estratégicamente concebida por los genios del sistema neoliberal: A mayor
pobreza, menor poder ciudadano y, por ende, más oportunidades de
enriquecimiento y concentración del poder para el sector privilegiado. La aplicación
de esta norma perversa alcanza sus mayores cotas en países centroamericanos, en
donde la carencia nutricional ha colocado a millones de niñas, niños y
adolescentes ante un escenario de privaciones, enfermedad, dolor y muerte
precoz por la carencia de algo tan básico como el alimento.
Para las élites en el poder, el hambre no es un problema.
Es una realidad supuestamente inevitable reflejada en estadísticas más o menos
manipuladas y asépticas, mediante las cuales la tragedia humanitaria se reduce
a números. Esto, con el propósito de justificar políticas públicas sesgadas e
ineficaces y así, mediante el uso de su poder mediático, endosar la
responsabilidad en quienes lo padecen. De ese modo, para las castas políticas
se abren nuevas oportunidades de enriquecimiento ilícito a través de donaciones
de la comunidad internacional, préstamos cuyos fondos van a caletas y paraísos
fiscales y otras argucias estratégicamente creadas con el mismo
propósito.
En un escenario ideal, el hambre como tragedia humanitaria
no debería existir. El planeta tiene recursos suficientes para satisfacer esa
necesidad y, de no imperar los intereses corporativos que obligan a desechar
millones de toneladas de alimentos cada año, con el único propósito de mantener
los precios de mercado, nadie debería morir por falta de nutrientes. En la
realidad, la vida de la niñez condenada al peor de los destinos, tiene menos
importancia para las clases privilegiadas que los índices económicos,
sólidamente asentados sobre la base de la injusticia y el despojo. Nuestros
países necesitan con urgencia un relevo político capaz de construir las bases
de un sistema inclusivo y justo para todos, pero sobre todo la actuación de
líderes inteligentes, capaces de comprender y asumir el desafío de romper las estructuras
y construir auténticas naciones.
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