Semejante
a los círculos de poder en el ámbito privado, así funcionan los Estados.
El
individuo, ante un poder sin límites, pierde todos sus derechos.
Por
Carolína Vásquez Araya
Sin
que ello represente una gran novedad, el fortalecimiento de los estamentos
oficiales en la mayoría de los países ha venido a constituir un cambio
sustancial en las relaciones entre gobernantes y gobernados. Más o menos
conscientes de que el poder máximo procede de los círculos
económico-empresariales, los pueblos empiezan a percibir cómo sus derechos y el
entorno jurídico en el cual se ha desarrollado su existencia, derrapa de la
ruta conocida para adentrarse en terrenos mucho más pantanosos e inciertos. Los
nuevos parámetros para contener una pandemia se van asemejando a las normas
estrictas del más puro fascismo.
Los
pueblos, sobre todo aquellos pertenecientes a países menos desarrollados, han
comenzado a perder derechos reconocidos en sus textos constitucionales,
observando cómo sus gobiernos aprovechan la coyuntura para cometer toda clase
de abusos amparados por un estado de emergencia en el cual cabe casi todo:
enriquecimiento ilícito, manipulación de las leyes, fortalecimiento de los
cuerpos policiales y castrenses y, como consecuencia inmediata, el completo
abandono de las políticas públicas referentes a la protección de la ciudadanía
en aspectos vitales, como salud y nutrición. Estas políticas públicas, de las
cuales depende en gran medida la supervivencia de grandes sectores son, desde
hace mucho, territorio invadido por intereses corporativos.
El
nuevo escenario pueblo-gobierno también se ha instalado en naciones poderosas,
en donde sectores radicales adversos al poder ciudadano comienzan a marcar
territorio y a instalar nuevos modelos de relación entre los estamentos
políticos y la población. Visto desde la perspectiva de la necesidad innegable
de imponer normas estrictas de conducta para detener la pandemia, estas
adquieren un viso de pertinencia, lo cual hace que amplios sectores de la
ciudadanía las acepten sin rechistar. Sin embargo, en ese nuevo estatus se
deslizan, con demasiada frecuencia, medidas que afectan a derechos civiles
históricamente reconocidos, tales como el derecho a manifestarse o el de
escoger libremente opciones frente a la salud individual.
La
actitud de los gobiernos comienza a revelarse como un regreso a épocas de
autoritarismo y represión, aun en países de fuerte raigambre democrática y en
donde los derechos ciudadanos han constituido la columna toral de su
institucionalidad. Este nuevo orden de cosas –también en Europa- comienza a
despertar el temor a un regreso a las oscuras épocas del fascismo y fortalece a
grupos extremistas que aspiran al poder. Esto provoca de manera inevitable la
reacción de una ciudadanía decidida a proteger los valores democráticos, pero
puesta contra las cuerdas por una situación sanitaria innegable y un nuevo
marco reglamentario que le impide expresarse libremente.
El
futuro inmediato, por lo tanto, constituye un enigma de proporciones épicas
dada la manera como se mezclan en el mortero el deber ciudadano, la
responsabilidad frente a los demás, la inconsistencia de muchas decisiones
políticas y la ausencia de certeza con respecto a la verdad científica. En esa
nebulosa, conveniente para ciertos sectores de poder, se desarrolla actualmente
una relación perversa entre gobernantes y gobernados quienes, por una parte,
buscan consolidar el poder contra aquellos que aspiran a conservar los derechos
y libertades considerados justos e inviolables. Tras esta dicotomía, subyace un
elemento aún más perverso: los intereses económicos de una cúpula corporativa
de proporciones planetarias capaz de incidir, sin el menor escrúpulo, en el
derecho a la vida.
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