“Hechos son amores y no buenas razones”, un dicho popular que nos calza a la perfección.
La democracia
depende de la organización ciudadana.
Por Carolína Vásquez
Araya
Si algo empareja a
los pueblos latinoamericanos, es un pasado cargado de frustraciones, lucha
social, violencia, represión y abuso. También, por supuesto, una enorme dosis
de esperanza que surge antes y después de cada relevo en sus gobiernos y de
cada estallido social provocado por sus traiciones. El hilo de la historia en
todos los países de nuestro continente presenta similares coincidencias, en un
ir y venir que les impide avanzar con paso firme hacia el desarrollo. Sin
embargo, una y otra vez se impone ese aliento optimista –esa necesidad de
resurgir de las cenizas- único consuelo ante la crudeza de una
realidad tan inmerecida como deprimente.
La herencia
colonial ha marcado de forma indeleble el destino de nuestros pueblos al
establecer la división por clases sociales, económicas, étnicas y de género,
como una brillante y sórdida estrategia destinada a preservar con mano de
hierro los mecanismos de control. De ahí han surgido formas de vida y
pensamiento impresos en su cultura como verdades absolutas y, peor aún, como
valores dignos de acatarse. Entre esos supuestos valores, muchos de ellos
originados desde los púlpitos, están aquellos destinados a subordinar a las
mujeres a la autoridad patriarcal; a convencer a los estratos más pobres de la
superioridad de los más ricos; a someter a la niñez y a la juventud a la
autoridad adulta, sin derecho alguno a asumir sus propias aspiraciones; y, a
creer sin dudar de un absurdo derecho humano a destruir la naturaleza en
función de la acumulación de riqueza para beneficio de unos pocos.
Cuando los pueblos
deciden tomar las riendas de su destino y detener los abusos de poder
cometidos, sin obstáculo alguno, desde los centros de poder, entonces
intervienen otros actores cuya incidencia, desde países poderosos y gigantes
mediáticos, transforman el discurso y manipulan los conceptos abriendo el
camino para la represión y el miedo. Esta argucia, tantas veces repetida y
tantas veces exitosa, apaga la llama de la rebelión y, víctimas más, víctimas
menos, arroja al silencio y la resignación a pueblos cada vez más impotentes y
empobrecidos. Este escenario recurrente también representa un obstáculo de
enorme magnitud para hacer de la ciudadanía una protagonista consciente y
comprometida con su futuro.
Hastiada de tanto
abuso, carente en su mayoría de elementos de juicio y, en algunos países, de
marcos legales para ejercer su derecho a participar libremente en la elección
de autoridades éticas y competentes, la ciudadanía se ve enfrentada, una y otra
vez, a una maquinaria poderosa manejada desde las sombras por pequeños círculos
de poder que le impiden avanzar. De ahí, que solo acude al consuelo de una
esquiva esperanza: la esperanza por un futuro mejor; la esperanza por un cambio
del cual no se atreve a participar; la esperanza por que suceda algo milagroso
y los corruptos paren en prisión; la esperanza porque el cielo se abra y caiga
el rayo sobre sus cabezas… esa esperanza.
Pero, como reza el
dicho: “Hechos son amores y no buenas razones”, esas esperanzas necesitan
acciones y esas acciones, sin la voluntad y la participación popular, jamás se
harán realidad. Los pueblos latinoamericanos han perdido mucho espacio debido a
su progresivo divorcio con el ejercicio de la política. Decepcionados, una y
otra vez, se han alejado de algo tan esencial para la democracia como la
organización partidista, único recurso para garantizar su incidencia en las
decisiones que les competen. Por eso, precisamente, los grupos de poder las han
desestructurado con maña, muy conscientes de que para reinar, es preciso
dividir.
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