Desde la infancia nos
han mantenido al margen de nuestro destino.
La participación activa
de jóvenes y mujeres puede cambiar el curso de la Historia.
Por Carolína Vásquez Araya
En algún momento de
nuestra vida nos convencieron de las ventajas de abstenernos de la
participación política. De hecho, nuestras sociedades y muchas alrededor del
mundo, han mantenido a las mujeres al margen de esa actividad cívica, desde la
cual se deciden las normas que afectan su presente y su destino. Del mismo
modo, se ha impuesto toda clase de obstáculos al involucramiento de los jóvenes
bajo la premisa de su falta de madurez, conocimiento o inteligencia suficientes
para participar en este ejercicio tan complejo.
En esa sutil
manipulación se intenta convencer a las nuevas generaciones de las supuestas
ventajas de dejar las decisiones más importantes -como el manejo de la cosa
pública- a los adultos experimentados. Así es como se ha conformado una especie
de cártel político-partidista en manos de un puñado de individuos que se
alternan en las cúpulas del poder y quienes, gracias a la marginación de las
mayorías (mujeres y jóvenes representan más de la mitad de la población en
todos nuestros países latinoamericanos) se han apoderado de los mecanismos
eleccionarios.
En las próximas
semanas, dos países de nuestro continente enfrentan elecciones generales:
Guatemala, el 25 de junio y Ecuador, el 20 de agosto. Ambos con un historial
político complejo y plagado de retrocesos y ambos, también, con una población
mayoritariamente joven, femenina y con una amplia presencia de pueblos
originarios, todos ellos deseosos de participar y marcar su protagonismo. El
desafío para estas dos naciones ricas en patrimonio y en cultura, es romper las
estructuras que les impiden avanzar hacia un desarrollo sostenible. Esa meta,
sin embargo, se presenta obstaculizada por los elevados índices de desconfianza
por parte de una gran proporción de sus electores, lo cual sin duda repercutirá
de manera sustancial en los resultados de las votaciones.
La estrategia utilizada
por los partidos tradicionales, en ambos casos, se ha basado en la premisa de
mantener a la juventud alejada de la política, gracias a una educación exenta
de los fundamentos teóricos esenciales para comprender sus complejidades. Es
así como las grandes masas ignoran -por no haber tenido acceso- los textos
constitucionales en donde se determinan la estructura y el manejo del Estado.
Ignoran, por la misma excluyente razón, las bases ideológicas de sus
representantes en las asambleas legislativas. Creen, porque así les han
enseñado, que la política es una actividad reservada a unos pocos,
contradiciendo de ese modo la esencia misma de la democracia.
Todo lo anterior revela
hasta qué punto el ejercicio político se ha ido convirtiendo en un reducto
hermético, blindado contra la enorme fuerza ciudadana residente en los grupos
más afectados por su ejercicio: los sectores de infancia, juventud y de
mujeres, representativos no solo de la mayoría poblacional, sino también de la
clave del desarrollo y del bienestar general. En este reducto, ajeno a las
aspiraciones de sus representados, imperan tanto intereses económicos de las
élites como la infiltración de organizaciones criminales capaces de torcer, con
un golpe de puño, los destinos de las naciones. La incorporación activa
-empezando por los procesos electorales- de los grupos marginados, es la única
acción capaz de enderezar esas líneas torcidas de la política secuestrada.
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