Por Ernesto Aroche Los Ángeles Press
Un Duarte, el de Chihuahua, gastó 3 mil 662 millones
de pesos durante su sexenio (173 millones de dólares al cambio de hoy), a un
ritmo de 610 millones al año, o 1.6 millones por día en gastos de imagen. Sí,
lo mismo que reciben en un mes 266 reporteros con un sueldo promedio de 6 mil
pesos. Quizá en el comparativo estoy siendo generoso.
Otro Duarte, el que carga sobre sus espaldas una
docena de asesinatos de periodistas en Veracruz, fue un poco más allá: gastó 8
mil 548 millones (392 millones de dólares) según su sucesor Miguel Ángel Yunes.
Al año son un mil 424 millones, 3.9 millones diarios, y con lo que se gastó en
un solo día se hubiera podido pagar el salario mensual de 650 reporteros. Valga
recalcar que ambos gobernadores son orgullo priista.
Un panista, Rafael Moreno Valle, que está en campaña
desbordada por la candidatura a la presidencia de la República en 2018, asegura
que sólo ha gastado cerca de 800 millones de pesos en publicidad oficial,
aunque se ha logrado detectar gastos extras por 115 millones de pesos a través
del organismo de Cultura, con lo que la cifra se acerca a los mil millones en
su administración.
Seguramente son más, muchos más, pero no los
conoceremos porque a diferencia de los duartes, Moreno Valle logró colocar a
uno de sus alfiles como sucesor en la oficina central de Casa Puebla, y además
(a diferencia de sus pares priistas) construyó un nuevo organismo garante de la
transparencia completamente a modo para cubrirse las espaldas.
Pero, más allá de esconder las tripas de la política
de comunicación social o los verdaderos costos de la publicidad del que se
asume presidenciable, el asunto es otro: son esos miles de millones de pesos
usados para cuidar “la imagen” de políticos como si fuera dinero de la cartera
personal, con el que acallan críticos y agasajan a lisonjeros. Esos millones,
con los que pagan portadas inútiles para una sociedad a la que le sacan del
bolsillo los pesos, corrompen a periodistas, disfrazan boletines de noticia y
desplazan el periodismo por el difusionismo.
Mientras el periodismo agoniza –unos dicen que por los
“amateurs (Letras Libres) y otros que por los jefes y directores (Horizontal) —los
reporteros suman precariedades. Las prestaciones hace mucho que desaparecieron
(no sólo del periodismo, claro, sino en general del mundo laboral). La
seguridad social es un mito del que se ríen los dueños de medios, esos que
cenan con el secretario en turno y regresan a casa en su Maseratti o dictan
línea editorial desde un campo de golf.
Los millones del erario gastados en promoción de
personajes políticos se cuentan en miles, esa estrategia de mercado que opaca
en los espacios noticiosos la información que naturalmente importa, aquella que
ayuda a tomar mejores decisiones, a vigilar al poder como un compromiso con las
audiencias. Los reporteros y editores siguen encadenados a la oficina de
comunicación, porque los dueños de los medios decidieron vender sus páginas y
sus plumas a varios gobernantes derrochadores de dinero público apuntalando su
carrera política.
En la arena de lo individual, los reporteros ajustan a
las monetarias motivaciones de la redacción aquel buen tema, la investigación
cocinada a fuego lento, la revelación o ímpetu por innovar en narrativas y
propuestas creativas. Se frustran, asimilan y archivan a un mejor tiempo u otra
oportunidad, el publicar un hallazgo. Y eso lentamente va matando el
periodismo.
Por ello urge, como ya lo hemos expresado en la Red de
Periodistas de a Pie, en foros, talleres y barras de análisis bohemio, abrir la
discusión en todos los niveles para establecer mejores reglas de publicidad
oficial; la discrecionalidad a beneficio comercial ya no debe ser lo que dicte
la agenda informativa que nos toca reportear día a día.
Mientras se siga pensando el periodismo como industria
y no como bien público, el empobrecimiento material y simbólico del oficio
seguirá siendo un asunto solo de interés para los periodistas de a pie, no para
la sociedad, no para los dueños y directivos de los medios, mucho menos para
los poderosos que nos consideran materia desechable.
Si las audiencias no comienzan a exigir trabajo
periodístico profesional, lejos de la agenda que impone y dicta el poder y como
sociedad permitamos esos dispendios que construyen carreras políticas o
riquezas personales, difícilmente podremos pensar en un mejor país (y en un
mejor periodismo)
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