La discriminación contra la mujer no es tradición, sino un instrumento político.
El concepto
de honor no puede residir en la discriminación, castigo ni marginación.
Por Carolína Vásquez Araya
El
Diccionario de la Lengua Española, en su versión actualizada al 2021, define el
honor -entre otras acepciones- como: “Buena opinión granjeada por la honestidad
y el recato en las mujeres”. Desde este enunciado viene implícito un
estereotipo discriminatorio, mediante el cual se demanda de la mujer un
comportamiento personal determinado y sujeto a censura con respecto a su
sexualidad y su relación con los demás. Esta visión de las expectativas
sociales hacia la sexualidad femenina es proyectada como un valor, aun cuando
conlleva una fuerte carga de prejuicio y la ratificación de la autoridad
patriarcal, desde la cual se legitima y respalda un trato diferenciado entre
hombres y mujeres.
El impacto
de la idea del honor en la vida de millones de mujeres en el mundo no se
detiene en el marco de la conducta. También afecta a su libertad, estilo de
vida y oportunidades de desarrollo, hasta tocar el extremo de amenazar su
supervivencia. Por esta dudosa concepción del “honor”, mujeres de diferentes
culturas son víctimas de tortura, lapidación y muerte. Son violadas y
despojadas de sus bienes, alejadas de sus hijos y expulsadas de su hogar. Por
el honor se cometen contra ellas crímenes abominables, los cuales –también por
cuestión de honor- quedan impunes al estar protegidos sus hechores con la
legitimidad que otorgan las leyes.
Bajo la
excusa de la cultura y la tradición, en todo el mundo se cometen los más
abominables abusos sexuales contra niñas, niños, adolescentes y mujeres. Es una
cuestión de poder patriarcal y sus perpetradores terminan siendo protegidos por
un marco jurídico en cuya nebulosa legal se amparan los crímenes sexuales. El
nivel de impunidad en esos delitos cometidos, por lo general, por hombres
cercanos a sus víctimas, es una auténtica forma de tortura. Y esa impunidad se
debe, precisamente, al tan arraigado, arcaico y distorsionado concepto de
honor, según el cual las familias afectadas por un crimen sexual contra alguna
de sus integrantes sufrirían ostracismo y marginación por parte del resto de su
comunidad. Un castigo no solo injusto, sino marcado por un profundo desprecio
por la naturaleza femenina.
El concepto
de honor debe experimentar una profunda revisión. No es aceptable, en una
sociedad de este siglo, atribuir a la vida íntima y personal de una mujer –la
cual solo a ella le pertenece- el peso de la reputación de todo un grupo social
y mucho menos la condena moral por la manera como decida vivir.
Tampoco es
aceptable -de hecho, es una monstruosidad por donde se le analice- condenar a
las niñas al abuso sexual reiterado apelando al honor, porque desde el momento
que el crimen se perpetra y los testigos callan, ese supuesto honor ya fue
destruido. La complicidad en esta clase de actos de barbarie es tan perversa y
culpable como la comisión misma del delito y no hay excusa alguna para
ampararlo.
El honor,
como el mismo DRAE lo señala, es una cualidad moral. El ocultamiento de actos
criminales no lo es. Por eso esta reflexión debería calar en lo profundo de la
conciencia de quienes en nuestros países –tanto como en India, Pakistán,
Estados Unidos, Brasil o cualquier otro alrededor del mundo- ubican el concepto
de honor en el sexo femenino, lo condenan, lo marcan a fuego, lo violan y lo
satanizan a fuerza de prohibiciones, credos y mitos.
Si somos capaces
de llevar la ciencia y el arte a niveles de sublime exquisitez, si la humanidad
se pavonea con el desarrollo de sus grandes logros, si nos consideramos
superiores a todas las especies, entonces estamos obligados a redefinir
conceptos arcaicos cuya vigencia desmiente todo lo anterior y nos coloca en el
peldaño más bajo de la escala. La des-satanización de la naturaleza femenina es
una obligación moral de las sociedades y también una deuda histórica. Los
credos religiosos, cuyos principios insisten en discriminar a la mujer, deben
experimentar una revisión de fondo y corregir las aberraciones conceptuales
cuya fuerza tanto daño sigue ocasionando en más de la mitad de la población.
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