Por Guillermo Castro H.*
Para Joao Pedro Stédile, que está donde
debe estar
Hay en nuestra cultura una tendencia al
amor por las artes clasificatorias. Quienes se dejan llevar por ella, se
empeñan en ajustar la realidad a las ideas y terminan condenando lo que no se
ajusta a ellas, así sea contra toda evidencia.
A los riesgos que ese amor conlleva se
refiere el papa Francisco en su Encíclica Evangelii Gaudium[1], cuando
afirma que entre la idea y la realidad “se debe instaurar un diálogo
constante,” para evitar que la primera termine separándose de la segunda, dado
el peligro de “vivir en el reino de la sola palabra, de la imagen, del
sofisma,” y la necesidad de “evitar diversas formas de ocultar la realidad: los
purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos
declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.”
Esto implica, por supuesto, una capacidad
de autocontrol en el ejercicio de nuestro propio razonar, que incluye llamar
a las cosas por su nombre. Así, por ejemplo, al cabo de dos décadas de
cuestionar al neoliberalismo desde los valores del liberalismo progresista -libertad,
igualdad, fraternidad de los seres humanos entre sí y con su entorno natural, y
justa distribución de la riqueza producida mediante la acumulación por unos de
los frutos del trabajo de todos-, no faltan los sorprendidos del retorno de
nuestra América a las formas más reaccionarias del Estado Liberal Oligárquico.
Se impone convertir los reveses de ayer en
las victorias de mañana; sustentar la acción política en el conocimiento de los
“factores reales” del país en que se actúa
Ante ese retorno se aducen todas las
explicaciones de las que el liberalismo es capaz: conspiraciones mediáticas,
complicidad de movimientos religiosos oscurantistas, utilización de redes
electrónicas de comunicación para la difusión masiva de falsedades, injerencia
de poderes externos y demás. Nada de eso es falso.
El problema consiste en que ese
planteamiento elude todo lo demás, desde la existencia de clases sociales hasta
el hecho de que la pobreza resulta de una condición estructural, en tanto que
el modo de producción es también uno de distribución y de consumo. Y de allí a
llamar socialismo a lo que resulta derrotado por el funcionamiento de la
propia democracia liberal, en su versión más progresista, no hay más que un
paso.
En esta perspectiva, la razón de Francisco
se extiende al hecho de que la idea desconectada de la realidad “origina
idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero
no convocan, como sí lo hace “la realidad iluminada por el razonamiento.”
La confusión es provocada por el hecho de
que amplias mayorías electorales que optan por la reacción comprueban tan solo
la existencia de políticos laicos y dirigentes religiosos “que se preguntan por
qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas
y claras”, sin considerar que el acomodo a lo menos incómodo, en el curso de
los acontecimientos, los llevó a reducir “la política o la fe a la
retórica”, olvidar la sencillez, y a importar desde fuera “una
racionalidad ajena a la gente.”
Aquí, otra vez, será bueno volver a la
compleja sencillez de aquel gran realista que es José Martí, en su advertencia
sobre la necesidad de sostener la acción política en el conocimiento de los
“factores reales” del país en que se actúa. Y añade:
Conocerlos basta, sin vendas ni ambages;
porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae
a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba
lo que se levanta sin ella.[2]
Tal es el camino que lleva a convertir los
reveses de ayer en las victorias de mañana. Y ¿qué es nuestra América sino el
fruto de ese caminar, de Túpac Amaru a Bolívar, a Martí, a nuestros días?
Estamos realmente en la hora de los hornos y, si somos capaces de abrir sus
puertas, no se ha de ver más que su luz.
ag/gc
*Ensayista, investigador y ambientalista
panameño.
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