Por Guillermo Castro Herrera*
La idea de progreso ingresó a la vida
cultural y política de nuestra América hacia 1850, como expresión de la
necesidad de superar el atraso cultural, educativo y tecnológico, percibidos
como el obstáculo mayor a nuestro ingreso al entonces llamado “concierto de las
naciones”. Esa contraposición entre el progreso y el atraso vino a
sustituir a la que opuso la civilización a la barbarie -entre mediados de
los siglos XVIII y XIX- y abrió paso a la que contrapuso el desarrollo al
subdesarrollo entre mediados y fines del XX.
Hoy, los gobiernos que se definieron a sí
mismos como progresistas en la primera década del siglo XXI, se ven sustituidos
por otros que se proponen restaurar en la región su condición original de
barbarie y atraso, para restablecer el orden y depurar a nuestras sociedades de
todo factor que pueda amenazarlo en el futuro.
Pero siempre se trata de un desarrollo más
alto de la realidad humana.” Hoy, cuando se desintegra el orden liberal
triunfante en la gran guerra imperialista de 1914-1945, afloran contradicciones
en el sistema mundial que, a primera vista, ponen en cuestión la posibilidad
del progreso así entendido.
El problema de fondo en la política de
nuestra América no es el cambio de forma, sino el de espíritu, como lo reclama
José Martí.
Ante un proceso tal, el desarrollo cultural
de la élite intelectual “se separa resignada y aristocráticamente de la
realidad hostil y sin ideas”, pues la realización de los viejos ideales de un
liberalismo agotado solo puede tener lugar en el individuo aislado, pero no en
la sociedad. De este modo, además, “el pesimismo social acaba en una estática
histórica”, pues todo lo valioso en la historia se encuentra en un estado anterior,
“y lo máximo que puede alcanzarse es una restitución de lo original.”
Ese original a restituir, sin embargo, es
una construcción mítica que expresa un profundo temor a las masas en su
capacidad para transformar el mundo, y proclama como hechos naturales el
racismo, el patriarcado, y la desigualdad social. De aquí emerge una tendencia
al pesimismo de la razón, que por un lado lleva a amplios sectores populares y
de capas medias a buscar refugio en los fundamentalismos políticos y
religiosos, mientras en las élites intelectuales se traduce “en pesimismo
cultural, como negación del progreso en las cuestiones esenciales de la
humanidad.”
Aquí, entre nosotros, el pesimista piensa a
nuestra América como el objeto de ciclos de eterno retorno, mientras el progresista
la entiende como el sujeto de su propio destino, que va siendo construido a lo
largo de fases históricas irrepetibles. Los primeros imaginan que vamos de
vuelta a la doctrina Monroe y el Estado Liberal Oligárquico. Los otros, que
nuestra América ha ingresado a una fase de su historia en que las fuerzas
enemigas del progreso -y de su más poderosa herramienta, la razón- han
pasado a una ofensiva en la que han obtenido importantes éxitos iniciales.
En verdad, la reacción ha pasado al ataque
porque debía y podía hacerlo. Debía, porque con todas sus limitaciones y todos
sus errores aquellos gobiernos progresistas lograron romper la inercia
neoliberal oligárquica anterior a un punto que hacía inevitable ese
ataque. Y podía, porque al restringir su propio accionar a los límites y
valores del liberalismo progresista, esos gobiernos propiciaron la
desmovilización de sus propias bases sociales y abrieron paso a los
fundamentalismos políticos, culturales y religiosos cuyas aberraciones han
venido a signar nuestra coyuntura política inmediata.
Hoy podemos ver que la suma de las
victorias tácticas obtenidas en su momento por aquellos gobiernos pudo
modificar la perspectiva estratégica regional, pero no generó de por sí la
estrategia adecuada para la victoria del progreso sobre el atraso, de la razón
sobre el irracionalismo, de la visión democrática del mundo sobre la
aristocrática.
Esa estrategia hay que construirla desde la
gente y con ella. Progreso hoy, entre nosotros, significa gobiernos que tengan
por base “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria
de unos sobre la razón campestre de otros”. [2] Nos toca, una vez
más, atender al problema de fondo en la política de nuestra América, que no es
el cambio de forma, sino el de espíritu, como lo reclama José Martí, para hacer
de nuestros reveses el camino hacia nuevas victorias.
ag/gc
*Ensayista, investigador y ambientalista
panameño.
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