lunes, 6 de febrero de 2023

Doña Rosita la soltera y su tiempo

 


Por Teresa Fernández Herrera
Prensa Especializada
La Agencia Mundial de Prensa

Radio Nuestra América online prepara para este mes de marzo el estreno de una de las obras capitales de Federico García Lorca, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores. Publicada y estrenada en 1935, la acción de Doña Rosita ocupa el primer cuarto del siglo XX, desde 1900 a 1925, en la ciudad de Granada, cuya sociedad conocía el poeta y dramaturgo desde su infancia.

Los personajes de la obra son prototipos de la sociedad granadina de ese tiempo. Su autor, como en sus otras obras costumbristas, Yerma, Bodas de sangre y La casa de Bernarda Alba, hace una crítica feroz de una sociedad que genera dramas humanos en un contexto de irrealidades.

Un contexto en el que la mujer, de cualquier clase social tenía como primera opción de futuro el matrimonio, basado más en la conveniencia que en el amor. La mujer era el ángel del hogar, al servicio de su marido e hijos; otras opciones eran, el convento o la soltería, muy mal vista socialmente. Vemos por ejemplo, en los personajes de las Ayola, que entran en escena en 1915, que a pesar de tener un padre de profesión moderna, fotógrafo, siguen viendo el matrimonio, cuanto antes mejor, como su única opción de futuro. No se habla para nada de estudio y profesión como opción posible para esas jóvenes acomodadas.

Sin embargo la opción existía y hay muestras de mujeres universitarias en ese tiempo; pocas, y con dificultades para llegar a la universidad, que en Granada existía desde que la fundó Carlos V en 1526 y que en la época que nos concierne constaba de las facultades de Derecho, Farmacia y Ciencias.

Demos una ojeada al contexto. La primera mujer universitaria en España data de 1872, María Elena Maseras, que se matriculó en medicina en Barcelona. En ese momento no había ningún impedimento formal para el acceso femenino a la enseñanza superior, pero sí social. Poco después, en 1882, una real orden suspendió “la admisión de las señoras a la enseñanza superior”. En 1888 intentó suavizarse, por otra real orden, pero “la Superioridad será la que resuelva según el caso de la interesada.” Por fin, en 1910 se emitió una real orden que autorizaba la matrícula por igual a alumnos y alumnas, poco después de que Emilia Pardo Bazán fuera nombrada consejera de Instrucción Pública.  Aún así, las estadísticas hablan por sí solas. Hasta esa fecha solo treinta y seis mujeres habían conseguido licenciarse. A partir de esa fecha también podían opositar a plazas de profesoras de instituto, universidad o trabajar en bibliotecas.

Había más revulsivos para optimizar la enseñanza. Laicos como la Institución Libre de Enseñanza (ILE)  fundada por Giner de los Ríos en 1876. La Residencia de Estudiantes de Madrid en 1910, la Residencia de Señoritas, fundada por María de Maeztu, también en Madrid en 1915. Todo ello en función de la Universidad Central de Madrid, la única que expedía doctorados. La Escuela Superior de Magisterio, 1909. El Instituto Escuela en 1918.  Religiosas, la fundación de la Institución Teresiana por el padre Poveda. En Granada, las Escuelas del Ave María fundadas por el padre Andrés Manjón.

Los hombres ilustrados eran los mayores enemigos de la educación de la mujer. Incluso ilustres miembros de la ILE, como su segundo director Manuel Bartolomé Cossío, sentían malestar ante el acceso a la enseñanza superior de las mujeres. Años más tarde, el mismísimo Ortega y Gasset también recelaba de la mujer instruida.  Mujeres que tenían que firmar sus obras con el apellido de sus maridos, como María Lejárraga, diputada en cortes por Granada de 1933-1936 por el PSOE,  casada con Gregorio Martínez Sierra, tuvo que borrar su nombre y firmar sus escritos con el apellido de su marido. La propia hermana de Pío Baroja, Carmen, sufrió el ostracismo cultural en una familia de ilustrados. Y ya en la II República el caso sangrante de Victoria Kent del Partido Republicano Radical Socialista que se opuso al voto femenino “hasta que la mujer estuviera preparada para votar”, en realidad por discrepancias estratégicas con Clara Campoamor del Partido Radical que sí votó a favor y consiguió que el voto femenino estuviera en la Constitución de 1931. También estuvo en contra Margarita Nelken del PSOE.

En España, en ese cuarto de siglo, no hubo un movimiento sufragista como en el Reino Unido, pero si hubo mujeres, auténticas pioneras feministas que lucharon por los derechos de la mujer, inexistentes por entonces. Concepción Arenal, que asistió vestida de hombre a clases universitarias  de Derecho durante los cursos 1842-45; Clara Campoamor, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos y Seguí, fueron el primer referente en la lucha por la igualdad. Rosalía de Castro, Matilde Landa, Federica Montseny, Dolores Ibárruri, María de Maeztu, María Zambrano, Rosa Chacel, Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcín, las pintoras Maruja Mallo, Ángeles Santos, Margarita Manso y centenares más estuvieron comprometidas en la causa de los derechos de la mujer.

Salvo en estos casos de mujeres pioneras, la situación de la mujer trabajadora en ese primer cuarto de siglo, era por absoluta necesidad de subsistencia; de lo contrario estaba muy mal visto socialmente que la mujer trabajara, tuviera una profesión, porque la realización personal no entraba en los cánones sociales del tiempo. Las remuneraciones eran absolutamente miserables, en los casos de las campesinas, las lavadoras y otros trabajos permitidos a la mujer. Las criadas seguían trabajando por jornales miserables, pero tenían techo y comida asegurada. El trabajo no tenía horario y el trato era siempre discriminatorio, aún en el mejor de los casos. Por no hablar de las violaciones sin consecuencias para los violadores, los hombres de las familias. La mujer era siempre la culpable.

Ahora podemos situar en el contexto apropiado a los personajes de nuestra obra. Hay que tener en cuenta que Granada no tenía que ver con Barcelona, ni Madrid. En términos sociales Andalucía se llevaba la palma de la discriminación y analfabetismo femenino. Eso lo vemos en García Lorca y en otros muchos autores.

Vemos por ejemplo las labores de la tía de Rosita. Bordar, hacer encaje de bolillos y otras manualidades de señoras de clase alta. De Rosita, las Manolas, las Ayola, por no hablar de las desdichadas solteronas que son el hazmerreír de su círculo social, no se habla en ningún momento de inquietudes culturales. Están en el nivel de la tía o poco más, pero su único propósito en la vida es casarse, depender de un señor. Tenían ese rol tan asumido que carecían de otros planteamientos. Y ya sabemos que desde 1910 el acceso a la universidad estaba abierto a las mujeres en igualdad de condiciones. Claro que para eso había que tener una escolarización previa y una segunda enseñanza, algo que no vemos por ninguna parte. Una Rosita instruida, capaz de sentirse independiente, ¿habría esperado a un fantasma toda su vida?    

Rosita, las Manolas, las Ayolas, son prototipos de miles de “niñas bien” que asumían el rol que tenían asignado y aprendían a leer, escribir, sumar, catecismo, bordar y alguna privilegiada tocar el piano. El analfabetismo integral femenino rozaba en esos años el 60%.

No hay culpables en este drama. Son consecuencia todos ellos de una sociedad ajena a las realidades de su tiempo, que parecen vivir en una burbuja. Sí hay un personaje puntual, el Señor X, que representa el prototipo de la modernidad que viene. Y ya sabemos lo que opina el tío de Rosita de esa modernidad. Para simplemente darse cuenta de ella, tendría que salir de su burbuja. Y no está dispuesto.

No es fácil meterse en la piel del tío de Rosita. Es un experto en botánica, sobre todo de las rosas. No se sabe si tiene estudios o es autodidacta. Pero sabemos que él únicamente consigue una flor que ni la universidad ha conseguido. Nada le hubiera sido más fácil que profesionalizar su conocimiento, asistir a concursos y ferias de flores, incluso internacionales, dar conferencias, aumentar su patrimonio con su pericia en conocimiento e investigación de las rosas. ¿Por qué no lo hace? ¿Por qué invierte su patrimonio solo para su placer, sin pensar en el mañana? Hipoteca la mansión familiar, como dice Rosita en el tercer acto, para comprar su ajuar. Ajuar. En ese tiempo, a modo de dote, las chicas acomodadas llevaban al matrimonio ropa de cama, de baño, de cocina, lencería personal, para toda la vida. En la clase social de Rosita, un ajuar representaba una fortuna que no tenían.

Otro prototipo puntual es Martín, el profesor de colegio privado, maltratado por los ricos alumnos, “porque son los que pagan”. Martín está hablando en 1925, al final del drama. No sé si la enseñanza privada estaba mejor remunerada, que no considerada por lo que narra, que la pública. Desde principios del siglo XX la enseñanza era obligatoria sobre el papel, pero en realidad el absentismo escolar era altísimo, en el campo en función de las cosechas, en las ciudades por los mil trabajos con los que los niños tenían que ayudar a sus padres. En 1900 se crea el Ministerio de Instrucción Pública por lo que el salario de los maestros queda asegurado por el gobierno, unas mil pesetas al año, menos de lo que ganaba un peón de albañil. Los padres no valoraban el trabajo del maestro, es decir, no valoraban la educación de sus hijos. Hablamos del contexto temporal de Doña Rosita.

El novio. Por un par de frases que se dicen en la obra, ese muchacho, sobrino de la tía, parece que se ha criado en Granada, no entro en el porqué, y su padre, que o es argentino o reside desde mucho tiempo atrás en Argentina, le llama en su vejez para que se ocupe de sus tierras. La tía le anima a que se vaya, porque no quiere quedarse sin Rosita. Y un joven que se va, que atraviesa el Atlántico, llega a un país nuevo para él, a una vida totalmente nueva, es lógico que la vida que dejó atrás, novia incluida, se le borre. Es otro prototipo. Casos idénticos, incluso muchísimos años más tarde, han ocurrido, solo que la novia de aquí no le ha esperado ni medio minuto tras tener noticia de la novia de allá. Ni siquiera es culpable por su cobardía de no decir a Rosita a tiempo que se busque otro novio. Cosas de la lejanía. Quizá lo menos comprensible es que la siga escribiendo, pero eso es un recurso lorquiano para la obra.  

La Ama. Es la única que no vive en la burbuja. Tiene los pies bien asentados en la realidad. Es consciente de la importancia de su rol en esa casa, donde nadie hace nada. Ella es consciente desde el primer momento que el novio que se ha ido no volverá. Cuando le levantan la voz, ella la levanta más. Cuando la tía la despide, sabe que solo es un pronto de la señora, para reafirmarse en su papel de señora. En realidad no pueden vivir la una sin la otra, porque la señora no sabe ocuparse de la casa, y ella no tiene donde ir. No solo se complementan, se quieren. Ella es la voz de la realidad que la señora ignora hasta que la realidad al final se impone.

Es el momento de la realidad para todas. Para la ama, que aunque ya no puedan pagarle sus jornales, seguirá teniendo un techo, comida y una familia. Para Rosita confesar que hacía mucho tiempo que sabía que el novio se había casado, pero se obstinó en no creerlo, porque era renunciar a una ilusión. Y reconocer que tampoco ningún otro se le había acercado en esos años con intención de matrimonio. ¡El dichoso matrimonio! Para la tía es muy dura, la miseria en la vejez. Pero es lo que hay. El querer salir de noche de la casa, para que nadie las vea, como si no supiera toda Granada de su ruina. Hasta el final, el “qué dirán”.

Doña Rosita la soltera, es una tragedia sin culpables, como dice la ama, una tragedia sin muerto. Es un retrato fiel de una sociedad en cambio, donde los protagonistas son personas que se resisten a los cambios. De ahí su tragedia.

 

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