Todo lo que sucede en nuestro planeta, tarde o temprano nos tocará de cerca.
El esfuerzo por
revertir el desastre ambiental debe ser prioridad universal.
Por Carolína Vásquez Araya
Los incendios
devastadores que acabaron con grandes extensiones de bosques en el sur de Chile
han elevado voces y lamentos; la extensión de la tragedia ha tenido el poder de
despertar conciencias adormiladas, pero nada pudo evitar la inmensa pérdida de
vida en ese hermoso territorio. Los incendios forestales han arrasado con los
bosques naturales en muchos puntos del planeta durante siglos. Algunos, como
una reacción natural de reciclaje de la flora local, pero otros provocados por
la explotación irracional de los recursos naturales y la falta de una política
definida de defensa de estos recursos, la cual debe ser implementada con
seriedad por todos los gobiernos.
Es que también hay
otras prioridades, dicen: El hambre y la guerra; las enfermedades y las
migraciones; y, entre tanta miseria, el involucramiento en la defensa del medio
ambiente aparece, a simple vista, como un asunto secundario; como algo que
puede esperar; como una actividad para personas que no tienen algo mejor en qué
ocupar su vida.
Sin embargo, la tierra
es redonda -o, por lo menos, así parece vista desde la luna- y todo lo que en
ella sucede está íntimamente ligado. La relación del ser humano con su entorno
natural fue, en las culturas antiguas, fuente permanente de sabiduría, un
inacabable tratado de medicina, una rica veta de conocimientos que ayudaron a
las comunidades a crecer y desarrollarse en paz y armonía. Las crisis que
vivimos en la actualidad son una ruptura de esa armonía con la naturaleza. Se
podría afirmar que el ser humano ha desafiado, con su inveterada arrogancia,
las leyes del universo y ha roto la fuente de su propio sustento.
El tema de la degradación
ambiental en que estamos sumergiéndonos a una velocidad creciente, no es
un asunto secundario entre los temas de mayor impacto dentro de la política
internacional. Todo lo contrario, representa un llamado de atención sobre el
peligro de acabar con los pocos recursos de supervivencia con que cuenta la
humanidad, la cual aumenta incesantemente en número, pero cuya calidad de vida
decrece en una proporción desmedida.
Recuerdo cuando hace ya
muchos años, pasó frente a mi casa un niño ofreciendo loros. Me acerqué a ver
qué traía en el saco de yute, cuyo movimiento delataba que algo, desde su
interior, trataba de escapar. Cuando lo abrió pude ver seis pichones arrancados
de su nido, que ya tenían emergiendo de entre las pelusas grises de su primera
cobertura, unas hermosas plumas multicolores. El dolor que sentí ante la
realidad de la depredación, no fue menor que la impotencia al constatar la
ausencia de conciencia. Aunque le expliqué al niño -lo mejor que pude- que ese
comercio estaba prohibido y por qué era así, su expresión terminó de
convencerme de que todo esfuerzo sería en vano ante la rotunda lógica de su
despedida: ¨si no los agarrábamos nosotros, se hubieran muerto porque un señor
se había llevado a su mamá¨.
Después de conversar
con una amiga sobre el episodio y compartir una larga conversación con respecto
a la urgencia de contar con una policía ecológica que impida este comercio
infame, pensé que en realidad lo que hace falta es sensibilidad y educación.
Las medidas represivas no llegarán muy lejos si las personas están desprovistas
de conciencia sobre la importancia de proteger a las especies que hacen posible
la vida en nuestro planeta.
Recordé, también, las
expresiones de asombro cuando aparecieron las primeras notas de prensa sobre el
hallazgo de supuestos vestigios de vida en Marte, vestigios mucho más
primitivos y remotos que un simple loro recién nacido que ya tiene un complejo
sistema de comunicación con su entorno, y pensé en lo estúpida que puede llegar
a ser la humanidad con su pretendida superioridad tecnológica.
Finalmente, ese loro
recién nacido -en realidad, seis de ellos- me hicieron más consciente de la
importancia de la vida que todas las sofisticadas exploraciones espaciales
juntas. Gracias a su irremisible desgracia, pude ver con claridad meridiana la
torpeza de nuestros gobernantes, la apatía con que hemos dejado que se destruya
lo nuestro, y la absurda ceguera que nos impide ver cuánta relación hay entre
la actitud que mantenemos respecto a la naturaleza y la que tenemos respecto a
nuestra condición humana. Pude darme cuenta de que ni siquiera sabemos cuán
cerca estamos de quedarnos, nosotros también, sin nido.
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