Restar derechos
constitucionales es un tiro en el pie. Tarde o temprano, pagarán por ello.
El acto más
revolucionario que una persona puede realizar, es decir la verdad.
Por Carolína Vásquez Araya
Ciegos de rabia e
impotencia, el presidente de Guatemala y sus huestes instaladas en las
instancias de poder, han abandonado el disimulo para lanzarse en picada -y con
todo el arsenal jurídico en sus manos- contra la prensa de ese país. Ya no hay
resquicios en donde esconder el miedo que les domina cada vez que aparece en
los medios una denuncia por sus descarados actos de corrupción y abuso.
Amparados por una cúpula empresarial incapaz de medir el alcance de sus
delitos, persiguen y acosan a miembros de la prensa tal y como persiguen a
jueces, magistrados y fiscales dignos y valientes, quienes a pesar de la
intimidación y las amenazas han sido capaces de investigar a fondo sus delitos.
La instalación de una
dictadura en Guatemala no es una teoría de conspiración. Es un hecho consumado.
El mandatario, sus aliados en el Congreso, sus acólitos en el Ministerio
Público y sus cómplices en las Cortes y en el Tribunal Supremo Electoral, han
puesto un sello a las libertades ciudadanas y a los derechos civiles de una
población paralizada e incapaz de reaccionar. En medio de ese panorama, no son
muchos los valientes cuya lucidez les impulsa a actuar de frente y, entre
ellos, mujeres y hombres dedicados a divulgar la verdad de los hechos por medio
de sus diferentes plataformas de comunicación.
En su intento por
emular la furia dictatorial de su colega nicaragüense, el presidente
guatemalteco se ha paseado por encima del texto constitucional, transformando
al Estado en una cueva de ladrones en donde corre el dinero a manos llenas para
asegurar el fortalecimiento de un pacto de corruptos que tiene al país yendo
directo a convertirse en el ejemplo vivo de la quiebra moral de una nación. La
manipulación de las leyes, la amenaza a quienes intentan decir la verdad y el
soborno descarado de los congresistas y jueces no hablan de poder, sino de una
cobardía tal como para llevarlos a lanzarse en picada -y sin medir las
consecuencias- contra todo aquel valiente que les presente oposición.
Toda la podredumbre de
la administración pública -con su rastrera sumisión ante el crimen organizado
que les acaricia los bolsillos con sus inmensas fortunas- tiene su réplica en
las calles y los caminos de ese castigado país, en donde los matones se abren
paso a balazos contra una población condenada al silencio. Los niveles de
impunidad ante la criminalidad desatada a lo largo y ancho de Guatemala,
responden a una especie de pacto cuya meta es colocar en la primera
magistratura a quien se pliegue a continuar con la línea trazada y quien evite,
por supuesto, cualquier intento de llevar a los culpables ante una justicia
capaz de actuar con transparencia.
La persecución contra
la prensa -incluido en ella el trabajo de opinión editorial realizado por
columnistas de distintos sectores e ideologías- demuestra la debilidad de estas
estructuras criminales ancladas en las instancias públicas, pero sobre todo el
desprecio por el derecho de la población de ser informada -en detalle y con
veracidad- sobre los actos de sus gobernantes. La violación de este derecho
está claramente tipificada en las leyes y en la Constitución Política de la
República, en cuyas páginas se garantiza aquello que hoy pisotean: la libertad
de prensa.
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