De nada sirven la
frustración y la lucha callejera si se retrocede a las puertas del cambio.
Una verdadera rebelión
solo funciona cuando provoca cambios de fondo.
Por Carolína Vásquez
Araya
De un modo solapado, el
sistema impuesto por el gran capital internacional sobre los países falsamente
llamados “en desarrollo” ha calado hondo en las bases de sus instituciones y
del imaginario colectivo respecto de la democracia, la independencia y la
libertad, hasta el extremo de condicionar de manera absoluta sus expectativas
de futuro. Es como el mito de Sísifo: un esfuerzo sobrehumano, con cauda de
integridad y vidas perdidas, para retroceder justo cuando se está a punto de
alcanzar la victoria. El plan es mantener las esperanzas, pero no soltar las
riendas y conservar así el remedo de justicia y democracia.
Los pueblos
latinoamericanos conocen mucho de este incierto destino; la mayoría, por
haberse enfrentado a algunas de las peores y más crueles dictaduras, seguidas
por intentos de reconstruir el tejido institucional. Sin embargo, estos
arrestos de cambio son tolerados únicamente cuando no pretenden cambiar de
manera rotunda las reglas del juego, pero sobre todo si no representan la
amenaza de establecer auténticos proyectos de independencia. Los esfuerzos
ciudadanos, traducidos en protestas callejeras y organización de sectores
sociales inconformes con el estatus y con el desempeño de las autoridades,
resultan en música disonante en los oídos de quienes poseen las riendas del
poder y también todos los medios para acallarla.
Si nuestros países
estuvieran seriamente caminando por las “vías del desarrollo”, sería impensable
la indiferencia de los sectores político y económico ante la real situación de
las grandes mayorías. En apariencia, algunas naciones del continente poseen un
estatus privilegiado por sus impresionantes cifras y su posición en algunos de
los más importantes indicadores socio económicos. Pero en realidad, detrás del
maquillaje solo existe un abismo profundo de inequidad, discriminación y
miseria en donde están reflejados los auténticos índices, aquellos que jamás
remontarán sin la abolición de las estructuras que hoy impiden a las capas más
desfavorecidas salir de la pobreza.
El sacrificio de vidas
humanas en la búsqueda de nuevos horizontes para los pueblos se estrella una y
otra vez contra un esquema diseñado y fortalecido por los grandes capitales
internacionales, con el férreo soporte de los gobiernos del primer mundo. Los
sueños de independencia, por lo tanto, no tienen la menor oportunidad de
consolidarse mientras esas estructuras no lo permitan. La manera como se engaña
a los pueblos con medidas cosméticas de gobiernos espurios, cuya obediencia a
consignas ajenas a los intereses nacionales es, más que una traición a la
patria, un retroceso histórico a sus esperanzas de desarrollo,
incomprensiblemente se ha transformado en un estilo de gobierno.
Ante esta realidad, el
Sísifo que llevamos dentro decide salir a las calles para ofrecer sus flancos a
la fuerza brutal de los cuerpos represivos y termina por sacrificar su
integridad sólo para comprobar cómo le han engañado con el espejismo de la
voluntad popular. Una y otra vez vuelve a la carga y, una y otra vez, la verdad
le estalla en la cara. Los cambios indispensables para reparar los inmensos
vacíos de la autoridad ciudadana no dependen de las redes de poder insertas en
las instituciones, sino de su completo reemplazo por un contingente político y
jurídico ético y comprometido con el cambio. En otras palabras –esas que a
muchos provocan escalofríos- para retomar la ruta de la democracia, se necesita
romper las estructuras e iniciar una auténtica revolución, una vuelta de tuerca
a la política nefasta que nos gobierna.
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