La juventud
tiene todo el potencial, pero de nosotros depende abrirles el camino.
Niñas,
niños y adolescentes encajan el cambio sin derecho a opinar ni a elegir.
Por Carolína
Vázquez Araya
Si hay un
segmento de la sociedad carente de autoridad sobre su vida es el de niñas,
niños y adolescentes, las grandes mayorías en prácticamente todos los países de
nuestra América. Somos sociedades jóvenes y en crecimiento; sin embargo, la
visión imperante entre quienes recae la responsabilidad de propiciar un
desarrollo basado en la justicia, equidad y el mejor aprovechamiento de todos
los recursos, suele ir en contraposición con aquello que dicta la razón y cuya
esencia plasmó el filósofo estadounidense Jhon Dewey: “La educación no es
preparación para la vida; la educación es la vida en sí misma.”
La historia
de nuestros pueblos nos ha enseñado que somos sobrevivientes de sistemas
adversos, hostiles e incapaces de comprender el enorme potencial implícito en
el cambio generacional. Vemos a la niñez y la juventud como una carga impuesta
y no una oportunidad maravillosa para generar transformaciones de gran escala,
lo cual debería conducir a una consolidación de valores con la misión de
fortalecer el tejido social. Y todo ello, con la educación como leit motiv de
cualquier sistema de gobierno. De modo automático, asumimos la autoridad del
adulto como si esta fuera una forma válida de actuar sobre quienes dependen de
nosotros en la línea familiar o social, y lo hacemos sin cuestionar la validez
de una autoridad muchas veces impuesta de manera legal, aunque su aplicación
resulte, en muchos casos, ilegítima.
Al observar
los efectos de la situación excepcional en la cual estamos inmersos desde hace
ya año y medio, es posible constatar la situación riesgosa en la cual viven
niñas, niños y adolescentes al enfrentarse a una pérdida de sus vínculos
sociales y, simultáneamente, a un encierro obligado con adultos poco preparados
para ofrecer un ambiente seguro, enriquecedor y libre de violencia. El ser
adulto a cargo de personas jóvenes cuya custodia nos ha sido confiada por ley,
no significa de ningún modo que tengamos el derecho para imponer nuestra
voluntad de manera arbitraria ni para descargar en ellas nuestras frustraciones,
sino más bien nos da una oportunidad para reforzar lazos de conocimiento mutuo,
respeto y colaboración.
Sin
embargo, la violencia emocional generada por el forzoso cambio de hábitos y las
limitaciones provocadas por las restricciones a la movilidad, al trabajo y al
estudio, cobran sus mayores víctimas entre las nuevas generaciones, por estar
estas sometidas a una situación sobre la cual no poseen voz ni voto. La
impunidad imperante en casos de violencia doméstica es un elemento adicional,
aunque poderoso, al trastorno psicológico ocasionado por la pérdida de lazos
sociales, la falta de actividad lúdica y la tensión natural provocada por un
fenómeno de alcance global sobre el cual no tenemos control.
En tanto no
se recobre un cierto estado de normalidad, es imperativo aprovechar la ocasión
para prestar atención a este enorme contingente de nuevas y nuevos ciudadanos,
cuya vida y futuro dependen, en gran medida, de quienes están a cargo de su
bienestar físico y emocional, así como de propiciarles una educación de
calidad. El tema no es menor: la niñez y la juventud han sido los eternos
marginados en nuestras sociedades y el impacto de esa agresión -naturalizada
por un concepto equivocado de la autoridad de los adultos que les rodean- tiene
secuelas de largo plazo en la pérdida de oportunidades de desarrollo, pero
también en forma de abuso y marginación. No repitamos el cliché de que
constituyen “el futuro de la patria” mientras no seamos capaces de honrar esa
promesa.
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