Los
protocolos bélicos han cambiado. Ahora el arma más poderosa es el hambre.
El poder
económico mundial no tiene rostro, pero sí garras afiladas.
Por Carolína Vásquez Araya
La pandemia
solo ha venido a favorecerlos. Ahí están, como pirañas, los grupos de
poder marchando victoriosos hacia la apropiación absoluta y definitiva de los
mecanismos creados con el propósito de sostener democracias tan débiles como
engañosas. Esos mecanismos –llamémosles “institucionales”- en donde se
administran la justicia, los derechos humanos, la riqueza de los pueblos y las
oportunidades de desarrollo, han caído uno tras otro en manos de las élites
económicas y de los conglomerados industriales ante la complicidad de
organismos internacionales, supuestos estos a dar un tinte humanitario a la
depredación.
No vemos el bosque porque los árboles ya se yerguen
imponentes para ocultar la verdadera naturaleza de la devastación y la miseria
a la cual han condenado a los territorios y los pueblos. La persecución de
líderes, la violencia represiva contra las protestas populares, las tácticas de
amedrentamiento contra todo aquel que se levante para denunciar los abusos; y
los inconcebibles actos de traición de los políticos en las asambleas
representativas de la voz popular, se multiplican a lo ancho y lo largo de este
planeta en proceso de destrucción.
¿En qué momento perdimos de vista la trascendencia del
ejercicio ciudadano? ¿Cómo permitimos el ascenso de seres tan nefastos y
corruptos como quienes gobiernan aquí, en nuestro continente, y en países
aparentemente mucho más desarrollados? Esos vacíos, permitidos por pura
negligencia, se han ido rellenando gracias a sobornos producto del robo de
nuestro patrimonio. El inmenso poder de los más acaudalados de la lista de
Forbes no se reduce a la acumulación de capital; ellos también deciden nuestro
destino. La muestra más palpable, en estos tiempos, es la negativa a liberar
las patentes de las vacunas contra el Covid para hacerlas llegar a todos los
rincones del planeta a precios accesibles y al más corto plazo, porque es una
veta comercial que multiplica sus ingresos a un ritmo vertiginoso.
Los indicios del no tan nuevo orden de cosas venían dados
desde el siglo pasado, cuando los tratados de libre comercio y los términos de
las relaciones comerciales bilaterales pasaban primero por los despachos de los
grandes consorcios. Ahí se cocinaban las vidas humanas y el destino de los
pueblos, ahí se escogía a los dictadores obedientes al poder económico y ahí
también se decidía quién vivía y quién no; cuándo invadir y cómo justificarlo,
sin que pareciera otra cosa que una acción inevitable en defensa de los valores
democráticos. Y ahí, también, se elaboraban los discursos para justificar las
masacres de civiles –como “efecto colateral”- en esa carrera frenética para
apoderarse de las materias primas necesarias para seguir dominando al mundo.
Hoy el proceso es casi irreversible y la perspectiva no es
otra que más hambre para quienes ya lo han perdido todo, pero también para las
capas medias a las que aún les sostiene la esperanza de mejores días. Esta
guerra solapada y cruel avanza gracias a la fuerza de las armas esgrimidas sin
el menor reparo en contra de pueblos indefensos, en contra de ciudadanos
indignados pero incapaces de defender lo suyo sin caer en el intento. La farsa
de las dictaduras del nuevo orden mundial: esas que aparentan ser lo que no es,
pero actúan como lo que son, no tienen ni siquiera la decencia de fingir un
carácter humanitario. Ante ellas, y sin ninguna protección desde los organismos
internacionales creados para defender los derechos de la Humanidad, terminamos
por ceder todos los espacios. Para recuperarlos, no bastará con el acto
simbólico pero inefectivo de enarbolar banderas.
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