Dignidad: “Gravedad y decoro de las personas en la manera de comportarse” (RAE).
Vivimos bajo la ilusión de valores perdidos, que damos por válidos.
Por
Carolína Vásquez Araya
La palabra
surge veloz, cual fórmula mágica para conjurar la amenaza de enfrentarse con la
verdad. Está presente con abundancia en el discurso público, aunque también
destaca pronto en el ámbito privado, cada vez que la contradicción se instala
entre los actos y las intenciones. Los adultos ya deberíamos saber, a ciencia
cierta, que la dignidad es un valor absoluto; porque no existe la opción de ser
más o menos digno y tampoco la de jugar con el concepto como si este fuera un
atributo flexible y acomodaticio. Lo que no tenemos muy claro es cómo
cultivarla y mantenerla, si acaso alguna vez la hemos incluido en el tejido
complejo de nuestro carácter y personalidad, pero sobre todo de nuestra
conducta y modo de vida.
Lo más duro
de aceptar ha sido, sin embargo, constatar cómo este importante concepto,
gracias al cual nos garantizarnos una posición decorosa en nuestro entorno
íntimo y social, se deforma debido a una actitud progresiva de aceptación de
las más groseras iniquidades; de agresiones abiertas y descaradas de quienes,
al gobernarnos o poseer los mecanismos del poder, son capaces de corromper
nuestros valores y hacer tambalear la poca autoestima y dignidad que aún
tratamos de conservar, pero también de derrumbar el entarimado de nuestras
utopías.
Un pueblo
digno lucha por su integridad. Un pueblo digno no permite la humillación de
presenciar la destrucción de sus instituciones, el asesinato impune de sus
líderes ni el despojo de sus riquezas. Sus valores constituyen una fuerza
poderosa, indispensable para anular el poder de quienes destruyen, tanto como
para reconstruir las bases sobre las cuales se sustentan esos valores. Aceptar
con mansedumbre las violaciones a derechos consagrados por leyes consensuadas y
sólidamente asentadas en el respeto por la integridad individual y social, representa
una rendición y, por tanto, la aceptación tácita del fracaso.
En nuestros
países, aun cuando han pasado muchas décadas, la impecable estrategia de la
Guerra Fría dejó raíces vivas en el tejido político y económico, pero también
muchas otras de carácter ideológico, todavía presentes en el imaginario
colectivo, íntimamente enraizadas en el concepto de nación que nos quisieron
vender: Un concepto de nación dependiente por conveniencia de intereses
foráneos, fortalecido a lo largo del tiempo con la píldora de una globalización
también orientada hacia el despojo del patrimonio natural de los continentes
sometidos.
Por eso es
conveniente revisar cómo concebimos la dignidad y, también, muy ligadas a ese
concepto, la soberanía y la independencia. Porque en realidad creemos en
valores abstractos cuya mención no nos exige el menor esfuerzo de reflexión
para ponerlos en perspectiva, por lo tanto los aceptamos como un hecho. Los
damos por válidos y los traicionamos a diario. Estamos tan convencidos de su
perpetuidad que no caemos en la cuenta de haberlos convertido en una moneda de
intercambio cada vez que callamos por temor a no perder la ilusión de
nación.
La
dignidad, integridad e independencia de una nación no se reflejan en un
rectángulo de tela con símbolos. Tampoco se encarna en esos símbolos cuando
estos dejan de ser un referente de identidad para un pueblo. Los atributos
propios de un concepto de nación deben proceder de una sociedad tan consciente
de su responsabilidad como capaz de responder a ella. Esa fortaleza no responde
a la sumisión ante el abuso de poder, sino a la capacidad de enfrentarlo y
recuperar la dignidad como el mejor ejemplo para las nuevas generaciones.
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