Por Ilka Oliva Corado
cronicasdeunainquilina.com
Estoy buscando varitas de bambú para amarrar los tallos de
los girasoles que están creciendo y ya se empiezan a doblar, camino entre las
estanterías llenas de macetas de una variedad de verano, colores de flores
fuego, amarillos de varias tonalidades y los verdes de las hojas que van desde
la verde botella al verde aguacate. Los pitayos y los fucsias, los anaranjados
vivos. Adultos mayores son contratados temporalmente para cuidar de las flores
en la estación; se les ve regarlas, quitar las hojas secas y colocarlas
cuidadosamente en las estanterías. Los jóvenes están en el área de tierra y
abonos, cargando las bolsas y colocándolas en los carros de los
compradores.
El sol está a todo lo que da, es medio día y el calor de
junio es abrasador, todavía no es verano oficialmente pero el clima dejó atrás
los días fríos del invierno que hasta las últimas fechas de mayo se resistió a
marcharse. Me dirijo al área de los cuencos y maceteros, otro paisaje fascinante,
están los baratos que son los plásticos para ir subiendo de precio hasta los
hechos a mano que cuestan sueldo y medio. Los tamaños varían para dar paso a la
imaginación: un recipiente enorme lleno de flores de muerto, o de flores de las
diez, uno azul topado de girasoles. Otro rojo con flores anaranjadas y
amarillas. Es un viaje, ir a los viveros es un viaje a otro mundo, al de lo
puro, al mundo de la naturaleza que siempre nos enseña que somos tan
insignificantes comparados con la inmensidad de su belleza y resistencia.
Encuentro las varitas de bambú, es que son más baratas que
las plásticas y se ven tan lindas sosteniendo los tallos de los girasoles. Pero
no tienen precio, a mi costado está un señor europeo hablando con otra empleada
negra, los interrumpo y les pregunto el precio, el señor inmediatamente saca su
aparatito y escanea en la etiqueta y me dice el precio: cuatro dólares con
noventa y nueve centavos el paquete de seis varitas. La empleada negra se
marcha a otra estantería y el señor se queda conversando conmigo, al escucharme
el inglés con acento latinoamericano me habla en español inmediatamente y se
presenta: mucho gusto soy fulano de tal.
Asombrada le pregunto que si habla español y me dice
que sí que aprendió en sus trabajos anteriores. De dónde es, me pregunta y le
digo que de Guatemala, al escuchar el nombre suspira y me dice que tuvo un jefe
guatemalteco cuando trabajaba en una empresa de cable, hoy estoy aquí, me dice,
en este vivero, pero tengo trabajo. Claro que sí, eso es lo importante, le digo
para animarlo. Yo soy asirio, me cuenta inmediatamente, y yo escucho sirio y le
digo que he leído de su país, no no, me dice, ahora ya no es país. ¿No?, le
pregunto. ¿Siria no es país? Bien, Siria sí, pero yo soy asirio, y busca en su
celular en internet y me muestra Assyrian.
Lo noto nervioso, buscando con la mirada que no lo estén
viendo sus superiores conversando sin hacer nada. Si quiere caminamos entre las
estanterías le digo, para que si lo ven piensen que me está mostrando algo. Su cara
se ilumina y comienza a caminar. Tengo todavía 15 minutos, estoy en horario de
trabajo y debo regresar pronto pero noto su necesidad de expresar y encontró en
mí un canal receptor para hacerlo, así que nada me cuesta compartir
con él ese tiempo. Assyrian, me vuelve a repetir y se convierte en una madeja
de lana deshilándose, me habla del cristianismo, de la antigua Grecia, de lo
que vivieron 700 años atrás, de que están regados por el mundo, que ahora el
pueblo asirio está regado por el mundo. Como los armenios, le digo, que
vivieron el genocidio turco y ahora están regados por el mundo, su cara de
sorpresa con alegría le da continuidad a la conversación, así es, me dice, y me
habla de la gran Mesopotamia, con la inquietud y fascinación de un historiador.
Es un hombre enjuto, extremadamente delgado, como de 160 de estatura,
quedándose calvo, apenas con unos cuantos cabellos rubios, vestido con pantalón
de lona y camisa a cuadros con las mangas arremangadas.
Seguimos caminando por las estanterías, me encanta hablar
con personas como usted, le digo, así de inteligentes, sonríe, a mí también, me
contesta. Y sigue la madeja deshilándose y yo lo escucho fascinada, él se
desborda, la historia de su pueblo le sale por los poros, cada vez que hablo me
lee los labios y yo hablo más lento para que me pueda entender el español,
también él lo habla despacio como averiguando las palabras, como buscándolas en
su memoria para ordenarlas y poder hablar. Le damos la vuelta al
vivero y yo me despido, se han terminado mis 15 minutos de tiempo y tengo ganas
de darle mi número de teléfono para que un día nos juntemos a tomar un café y
conversar de su pueblo, de las migraciones de los asirios, de los armenios, de
la antigua Grecia, del Oriente Medio, de los musulmanes y los cristianos y
todas esas guerras de hace siglos que él tiene en la punta de la lengua. Pero,
tengo la mala pata que siempre que doy mi número de teléfono a un hombre en
situaciones así, piensan que lo que quiero es cama, así que me despido con las
ganas de seguir la conversación.
Comienzo a caminar hacia caja para pagar las varitas de
bambú, él emocionado me pregunta que si puedo entrar al sitio en internet del
vivero y hablar de su trabajo, de cómo me trató, me señala su nombre en su
camisa, le digo que sí que con mucho gusto. Aquí estoy, en esta área, siempre,
venga, regrese cualquier día y seguimos conversando me grita ya de último.
¡Claro que sí!, le contesto. Pago en caja y me marcho con mis baritas de bambú
y un conocimiento nuevo sobre los asirios de quienes no tenía la más mínima
idea. Abrir el alma y el corazón ante la necesidad de expresión de quien clama
por ser escuchado, es algo que deberíamos practicar todos los seres humanos,
nos sorprenderíamos de las cosas que aprenderíamos de los demás.
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