Nuestras sociedades
sufren de males prevenibles y tratables. Solo falta la medicina.
Existen esperanzas de
cambio a pesar del manoseado recurso del miedo.
Por Carolina Vasquez
Araya
Nuestros países
destacan por la abundancia de investigaciones y denuncias por el incremento
incesante de la corrupción y la violencia criminal y, aunque no han dado los
resultados deseables, tampoco se pueden desconocer ciertos avances de gran
impacto en la manera como se reordenan las fuerzas democráticas en algunos de
ellos, con el potencial de revertir los orígenes de esas situaciones que tienen
el poder de acabar con las democracias. Sin embargo, siempre hay excepciones
dolorosas, como los ejemplos de dos países cuya situación geográfica y su historia
de corrupción los han convertido en el pasadizo de la droga y en donde se
concentra la incesante ruta migratoria. Estos son Honduras y Guatemala, dos
naciones cuyos indicadores marcan las peores condiciones de vida para sus
habitantes y en donde sus gobernantes lideran los índices de violaciones de
derechos humanos y crímenes de Estado.
¿Cómo se ha producido
la descomposición -que hoy parece irreversible- en estas naciones? ¿Es que
acaso no existen mecanismos de control capaces de sostener un mínimo de institucionalidad
y justicia con el poder de reconstruir un remedo de Estado? Para comenzar a
desentrañar los tejidos de la red que hoy atrapa a sus instituciones, es
importante revisar la historia y desempolvar las evidencias sobre la inmensa
influencia de intereses corporativos, cuyo poder sobre gobiernos mucho más
poderosos ha puesto un “hasta aquí” a sus intentos de democratización.
Sin embargo, estos no
son los únicos países que encajan los golpes contra sus pretensiones de
independencia política y económica. Durante las recientes elecciones en otras
naciones del continente se ha podido apreciar el miedo de las clases medias al
relevo en el control de sus políticas internas y sus relaciones con el gran
capital internacional. Esto demuestra que la guerra solapada y sostenida
durante décadas en contra de procesos democráticos, cuyo objetivo ha sido la
independencia y la sostenibilidad económica de los países en desarrollo, ha
causado un daño moral de tales dimensiones, que sus patrocinadores ni siquiera
se toman la molestia de insistir con campañas tipo guerra fría para insertar en
el cerebro de millones de seres humanos los prejuicios contra lo que huela a
justicia social. Pareciera estar instalado el miedo al cambio y los esfuerzos
por erradicarlo apenas tocan, si mucho, a la mitad de quienes deciden el curso
de la política por medio de su voto, en donde el mérito sobre esa paridad
positiva se lo lleva, en su mayoría, la juventud.
A este respecto, el de
las generaciones ansiosas de nuevos aires, es importante recalcar cómo las
estrategias dirigidas a mantener el estatus han ido chocando, una y otra vez,
contra la necesidad de redirigir la marcha hacia formas de gobierno más
sensibles a las necesidades de ese inmenso sector de nuevos ciudadanos. Aunque
esto solo falla en aquellos países cuyos Estados son cautivos del crimen
organizado, como los antes citados, la inevitable marcha hacia cambios
favorables con la restauración de procesos democráticos parece ser inevitable.
Nuestro continente ha experimentado la fuerza de los golpes en contra de sus
intentos de independencia y, debido a ello, sufre de un mal endémico encarnado
en una actitud recelosa hacia nuevas reglas de juego político. Sin embargo, los
acontecimientos de los años recientes con el avance de la fuerza popular en la
mayoría de países, revela que la medicina contra el conformismo y la apatía
tiene resultados comprobables y, gracias a sus efectos, se abre la perspectiva
de nuevos aires para los tiempos por venir.
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