Una de las peores
fallas de nuestras débiles democracias está en el secreto oficial.
Un Estado corrupto es
como un edificio sin columnas de soporte.
Por Carolína Vásquez
Araya
En igual medida como el
poder político y económico -consagrado por un sistema neoliberal capaz de
arrinconar la voluntad popular- se fortalece, así también se debilita el
derecho ciudadano a conocer los entretelones de las decisiones que le afectan y
le incumben. En América Latina, nuestro castigado continente, esta manera de
administrar las muy variadas formas de secretividad oficial ha sido
institucionalizada de tal modo, que los pueblos ya ni siquiera intentan romper
los candados. Es por medio del silencio y la mentira como nuestros países han
sido despojados, paulatinamente, de riquezas y oportunidades.
El secreto oficial ha
transitado desde los ámbitos de la seguridad nacional –algo relativamente
sensato- hasta el uso de los fondos públicos, amparando así a quienes tienen la
obligación absoluta de rendir cuentas de su administración. Es decir, lo que en
un sistema democrático está supuesto a servir como parámetro para medir
procedimientos enmarcados en la ética y la transparencia, hoy se encuentra bajo
secreto de Estado en muchas de nuestras naciones, en donde campea la
corrupción. Esto, sin duda sujeto a severas sanciones administrativas y
judiciales cuando el caso lo amerite, se ha convertido en un mecanismo de
protección ante las prácticas inconfesables de las sucesivas administraciones
de gobierno.
Una de las causas de
este descalabro en el seguimiento de las decisiones políticas se debe en gran
parte al debilitamiento de los marcos institucionales, para lo cual ha servido
de machete la abolición progresiva del servicio civil. Este ente, concebido
para registrar y preservar el historial de la administración pública,
eximiéndolo de convertirse en botín de deudas electorales, ha sido
prácticamente eliminado en nuestros países. De ahí que la destrucción de
archivos cada fin de administración y la sistemática eliminación de
funcionarios de carrera en cada inicio, asemeje a la pésima idea de quitar las
columnas de un edificio porque estorban la vista.
Esos vacíos en el
ordenamiento administrativo, especialmente en países supuestos a responder a
lineamientos democráticos, representan un retroceso monumental hacia sistemas
abiertos al abuso y a la inveterada costumbre de esconder la basura bajo la
alfombra para evitar sanciones y auditorías. El libertinaje propiciado por la
eliminación de límites a la corrupción ha sido ya parte integral de sistemas
que han derivado en el empobrecimiento de los pueblos y el enriquecimiento
escandaloso de sus cuadros políticos y sus cúpulas empresariales. A ello es
preciso añadir el detalle adicional de fuerzas del orden y ejércitos
comprometidos con esos grupos de poder hasta el extremo de amparar y compartir
sus delitos.
De todo esto devienen,
naturalmente, las acciones de persecución, amedrentamiento y eliminación física
de miembros de la prensa no comprometidos con el sistema corrupto imperante.
Acciones estas que muchas veces se extienden hacia miembros del sistema
judicial cuya integridad se traduce en sentencias contra los agresores. Esta es
una de las consecuencias más peligrosas del debilitamiento de las estructuras
institucionales de nuestros Estados, al romper parámetros fundamentales de la
democracia, como la libertad de pensamiento y el derecho de los pueblos a
conocer hasta los más ínfimos detalles de las gestiones de su gobierno. La
dificultad reside hoy en la enorme tarea de reconstruir lo perdido y restaurar
por lo menos un mínimo de confianza en el sistema por el cual se ha luchado
durante más de un siglo.
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