Es
importante vigilar de cerca las relaciones laborales bajo la pandemia.
Un aporte
esencial para la comunidad, pocas veces apreciado como corresponde.
Por Carolína
Vásquez Araya
La nueva
forma de productividad ha venido a trastornar uno de los aspectos básicos de la
vida humana: el trabajo. En este año y medio se ha producido un cambio
profundo, no solo en el acceso al empleo –y todo lo que eso implica en términos
de subsistencia- sino también en las relaciones laborales, ya desde siempre
complicadas y frecuentemente rayanas en la injusticia; pero, sobre todo, en las
estructuras sobre las cuales se sostienen la legalidad y legitimidad del trato
entre las partes: es decir, entre quienes ofrecen su aporte en experiencia,
conocimiento y esfuerzo físico, y quienes pagan por ello.
En estos
meses ha quedado evidenciada la elasticidad de esos contratos. La necesidad de
obtener los medios para subsistir ha llevado a millones de seres humanos a
replantearse el valor de su aporte. De ahí surge un nuevo estilo de relación
laboral, de acuerdo con el cual los nuevos métodos de trabajo en línea –gracias
a las facilidades tecnológicas actuales- han sustituido, en algunos casos de
manera definitiva, el esquema presencial al cual estábamos totalmente
acostumbrados. Sin embargo, en esta nueva modalidad se establece una relación
cuyas características vulneran el trato justo que debería primar entre las
partes.
Se entiende
de manera tácita que trabajar gratis y no pagar por el trabajo son dos extremos
que se tocan. En ambos hace falta un elemento fundamental: la ética. Dado que
el trabajo es una forma de intercambio a través del cual una persona entrega su
energía, experiencia y conocimientos a cambio de una retribución económica,
ofrecerlo sin ella por temor al despido, lo devalúa y traiciona la esencia del
contrato. Esto sucede cada vez con mayor frecuencia en el nuevo esquema, al
hacerse evidentes un par de elementos capaces de degradar la relación: el miedo
a perder el empleo, por un lado; y la certeza sobre el poder para abusar, del
otro.
Es
importante reflexionar sobre la complejidad de esta relación productiva entre
personas y entidades de diversa índole. Las actividades laborales, cualesquiera
sean sus características, implican mucho más que el esfuerzo puntual para
realizar una tarea. Detrás de ese acto hay tiempo invertido en la elaboración y
transformación de los elementos indispensables para alcanzar un grado de
desarrollo y eficiencia determinados; por ello, al dar ese esfuerzo de manera
gratuita se cae en un acto de minusvaloración, aceptando que aquello que
hacemos bien, no vale nada. Este esquema aplica de manera específica en los
casos cada vez más numerosos del trabajo desde el hogar, para el cual la
definición de horario laboral se pierde en una mezcla indeseable con el derecho
a la privacidad doméstica, mezclándolo todo.
La
obligación de ganarse la vida trabajando podría considerarse una maldición
bíblica, sobre todo cuando –como sucede cada vez con mayor frecuencia- el
esfuerzo es mucho mayor que la recompensa, o también cuando el trabajo incumple
la premisa romántica de dignificar a quien lo realiza. O, para ir un poco más
cerca de la realidad, cuando representa una forma de violación de ciertos
derechos fundamentales de la persona. Esto último comienza a predominar e
invadir espacios laborales antes regulados por un sistema de garantías legales,
el cual en estos días comienza a perder su incidencia. La vigilancia de estas
relaciones se percibe como una medida de urgencia durante la emergencia
sanitaria, en donde la explotación laboral –incluido un desprecio injustificado
por el esfuerzo de quienes aportan su experiencia y conocimientos- es la
modalidad de los nuevos tiempos.
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