Para enfrentar los abusos, es preciso perder el miedo a combatirlos.
Agachar la cabeza es una de nuestras peores falencias como sociedad.
Por Carolína Vásquez
Araya
Se utiliza el término
“síndrome de Estocolmo” para describir una experiencia psicológica paradójica
en la cual se desarrolla un vínculo afectivo entre los rehenes y sus captores. A
pesar de existir muchos estudios con respecto a sus características, los expertos
parecen coincidir en el hecho de calificar el síndrome como una respuesta
natural de supervivencia ante una situación en la cual la víctima no solo
carece del control sobre su entorno, sino además intenta adaptarse a él. A
nivel colectivo, se podría aplicar esta patología a ciertas naciones en las
cuales se produce una situación de excesiva violencia desde el poder, contra
una población incapaz de reaccionar para defender sus derechos, la cual incluso
vuelve una y otra vez a otorgar el mando a quienes la someten.
Quizás el lazo afectivo
sea algo que no se desarrolla en el marco de las relaciones pueblo-gobierno,
pero sin duda se produce una forma de aceptación pasiva y resignada al
comportamiento abusivo, discriminatorio y destructivo de quienes poseen las
riendas del poder político-económico y cuyo desempeño en la gobernanza tiene
todas las características de un secuestro: apoderarse de los mecanismos
jurídicos para cometer toda clase de violaciones a los derechos de la
ciudadanía, restándole a esta cualquier posibilidad de defenderlos mediante
maniobras espurias y la aplicación de métodos represivos y trampas legales.
Las circunstancias que
hacen posible la toma del poder político por parte de individuos corruptos y
carentes de visión tienen mucho que ver con la manipulación de los recursos
públicos con objetivos ilegales e ilegítimos; pero también con la infiltración
de supuestas doctrinas religiosas, cuya misión es impedir el empoderamiento
ciudadano y las cuales constituyen un poderoso aliado. De este modo, se
consigue rebajar de manera sistemática las expectativas de desarrollo y
supervivencia de grandes sectores de la población, quienes al final aceptan
como algo natural otorgar no solo su aprobación sino también sus recursos
económicos al sistema que coarta sus libertades y se apodera de sus riquezas.
Como regalo adicional, alimentan el poder de sus captores con absoluta
sumisión.
En sociedades con estas
características –en donde predomina la actitud pasiva y resignada ante el abuso
sistemático- resulta doblemente complicada la consolidación de movimientos
colectivos organizados tendentes a desarticular los mecanismos opresores. Por
un lado, por un temor arraigado e instalado en la conciencia colectiva sobre
los riesgos implícitos en todo cuanto asemeje a la rebeldía y, por ende, a la
destrucción del enemigo, sino también porque el sistema somete a la población a
un régimen elemental de supervivencia. Por lo tanto, esta agradece cualquier
concesión a sus necesidades, aun si esta no llega siquiera al mínimo
establecido en leyes y tratados.
En la actualidad, con
un escenario pavoroso de restricciones y pérdidas humanas provocadas por el
ingreso de un virus mutante –cuyo origen aún es tema de controversia y
manipulación informativa- son muchos los países de nuestro continente los
sometidos a regímenes políticos cuyas autoridades se mueven en un terreno
pantanoso y contrario a sus marcos institucionales. Ante esto, pocos son los
ciudadanos comprometidos a ejercer un papel activo y de fiscalización, lo cual
permite los excesos de organizaciones e individuos cuyos objetivos se enfocan
en mantener un férreo control sobre pueblos y bienes públicos, ante la mirada
cómplice de la comunidad internacional y de sus rehenes dentro de las
fronteras.
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