Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Por Ilka Oliva-Corado
Sólo le falta amarrarse
las cintas de los tenis y está lista, con su uniforme bien planchado y su
cabello cuidadosamente sujetado, Soledad está por comenzar su tercera jornada
de trabajo. Se asoma por la puerta de la cocina y ve el salón lleno a reventar,
calcula por lo menos unas quinientas personas a las que tienen que atender
entre seis meseros, tres mujeres y tres hombres.
En las mañanas trabaja de costurera en una lavandería, los remiendos que hace
le agrandan la billetera al dueño del negocio, a ella le paga una mínima
cantidad pero que le sirve para ayudarse a pagar la renta de la casa que
alquila junto a sus hijos. En las tardes limpia casas y sale de
ahí despepitada para el salón de banquetes donde trabaja en las noches, otro
lugar donde le pegan menos del salario mínimo como le toca a la mayoría de
indocumentados en el país.
Migró hace treinta y cinco años, cuando tenía cuarenta y cinco. En Estados
Unidos el tiempo para los indocumentados pasa más rápido que para cualquier
otra persona, cuando sienten ya llevan décadas sin ver a sus familiares en sus
países de origen y los niños que dejaron en pañales en un santiamén los han
convertido en abuelos. El caso de Soledad no dista mucho del de los
demás, sólo que ella con esfuerzo pudo mandar a traer a sus hijos también de
forma indocumentada.
Originaria de Huitán, Quetzaltenango, Guatemala, Soledad perteneciente a la
etnia mam, habla su idioma materno sólo con sus hijos porque en los años que
lleva en el país no ha visto a nadie de su etnia. Tampoco ha aprendido inglés
más que las palabras básicas. Lo que aprendió en Estados Unidos fue el español
porque está rodeada de mexicanos y centroamericanos.
Nunca se ha comprado un par de zapatos nuevo, lo que ahorró fue para
mandar a traer a sus hijos que al igual que ella trabajan en el servicio de
banquetes en las noches, pero en distintos lugares. Los nietos nacieron en
Estados Unidos y no quisieron aprender el idioma de sus padres ni de su abuela,
hablan en inglés y cuando hablan en español lo hacen como mexicanos. Ninguno de
los nietos quiere seguir en la universidad, lo que entristece a Soledad porque
ve su esfuerzo tirado a la basura.
El otro día su hija mayor le dio dinero para que lograra ponerse finalmente la
placa de dientes, para que pudiera masticar bien los alimentos y no le dolieran
las encías al hacerlo, pero con la artritis en sus rodillas, en sus caderas y
en las muñecas de sus manos no pueden hacer nada, Soledad tiene que aguantarse
el dolor y seguir trabajando porque si deja de hacerlo entonces no alcanzarían
a pagar la renta.
Termina de sujetarse bien el cabello y agarra la primera bandeja con platos de
ensalada y comienza a colocarla sobre las mesas, la noche es larga y apenas
está comenzando, con los ochenta años que está por cumplir, Soledad se siente
sumamente cansada, quisiera que sus noches terminaran al oscurecer y no al
amanecer, como le ha sucedido hace más de veinte años. Pero algún día será, lo
piensa siempre, para mientras no para de llevar y traer bandejas de comida
ajena a la alegría de los comensales y de los enfiestados. Para cuando
todos se van al amanecer, sus hijos son los encargados de hacer la limpieza en
el lugar.
Soledad no esperaba una vida así para sus hijos y tampoco tanta desesperanza
como la que siente con sus nietos, pero tiene bien claro que su vida es mejor
en Estados Unidos que en Guatemala, donde además de la pobreza sus nietos
hubieran vivido el racismo extremo que siente el mestizo contra el indígena.
Soledad no pierde la esperanza de que un día escampe y logre los papeles para
ir a visitar a su única hermana viva que lleva esperándola desde el día en que
se fue, para mientras sigue en las carreras del trajín del día a día de los
indocumentados.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario