Por Carolína Vásquez Araya
Esta semana volvemos a
experimentar las fallas de un sistema impuesto por gobiernos poderosos, aliados
de corporaciones multinacionales, cuyas cabezas se ocultan en los entresijos de
un marco aparentemente legal de aplicación forzosa. Ya lo hemos visto antes,
durante la dura historia de golpes de Estado patrocinados por la Casa Blanca y
sus servicios de inteligencia, pero seguimos soñando con que esos ataques
arteros del pasado son, valga la redundancia, cosa del pasado.
Las imágenes de Pedro
Castillo y de su familia saliendo del palacio de gobierno traen a la memoria
las de Jacobo Árbenz, en Guatemala. En ellas, queda plasmado el odio de las
castas criollas, cuyo desprecio ancestral hacia cualquier intento de rebeldía
política con acento en la búsqueda del cambio, se traduce de inmediato en un
plan de emergencia para detener con un golpe certero las posibilidades de una
transformación social, económica y política capaz de aproximarse a los anhelos
del pueblo.
Digamos que Pedro
Castillo tenía los días contados; era evidente. Su formación de maestro no le
dio acceso al aprendizaje de los trucos utilizados durante décadas por los
políticos de la oligarquía y eso le puso fecha de caducidad. Si a eso se añade
la influencia decisiva del Departamento de Estado para revertir -país por país-
el giro continental hacia la izquierda, el paquete estaba listo, atado y con
dedicatoria. También en Chile ha comenzado a presionar la maquinaria centrando
sus tiros en el texto constitucional y, sin duda, maquinando estrategias para
incidir en todo el marco político del nuevo gobierno. Bolivia ya pasó por la
experiencia y también Venezuela, con sus cuentas embargadas. Ahora falta que
dirijan sus tiros a Brasil.
Lo más ilustrativo del
cinismo con el cual se mueve Estados Unidos en nuestro continente, con la OEA
como su lacayo, es su hipócrita discurso por los derechos humanos y la
democracia, valores que viola reiteradamente cada vez que le conviene a su política
y a sus aliados corporativos. El caso más ilustrativo de esa doble cara se
manifiesta en sus relaciones con Guatemala: un narco Estado cuyos dirigentes
han destruido, pieza por pieza, todo el marco institucional arrasando de paso
con su sistema de justicia; pero al estar el control en manos de una oligarquía
ignorante, obsoleta y de corte colonialista -lo que al sistema neoliberal le
viene de perlas- mira para otro lado.
Nos vendieron la
preeminencia de los derechos humanos, la democracia y la autodeterminación como
una aspiración legítima, pero en cuanto actuamos por conquistarlos viene el
golpe de puño para recordarnos cuál es nuestra verdadera realidad. Vale decir,
el engaño descarado y la píldora política gorda que nos hemos tragado en largos
períodos de nuestra historia. Lo que no le toleraron a Castillo en Perú, se lo
aplaudieron a Zelenski en Ucrania, demostrando que todo depende de qué color es
el protagonista.
No podemos seguir
ignorando la sombra funesta del imperio con sus aliados locales, capaces de
utilizar el universo mediático para divulgar sus mentiras y convencernos del
cuento de la libertad democrática de los pueblos. La realidad nos enseña, a
golpes de Estado y bloqueos económicos, cómo los intereses de un puñado de
naciones poderosas dependen de nuestro subdesarrollo y nuestra enorme capacidad
para caer en las trampas del sistema, una y otra, y otra vez.
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