Diciembre, un salto en el calendario capaz de dejar en suspenso lo importante.
Por Carolína Vásquez
Araya
Cada fin de año se
produce la misma dinámica colectiva, de edulcoradas celebraciones navideñas con
su fuerte componente de consumismo. Sin embargo, esa necesidad de huir, de suspender
la realidad para sumergirse en la fantasía de un espacio-tiempo durante el cual
se imponga una tregua, es para muchos un requisito indispensable que les
permite continuar enfrentando unos desafíos que los superan. Con la fuerza de
las tradiciones más arraigadas y alimentado por un sistema de consumo masivo
capaz de condicionar la economía familiar, diciembre se presenta cada año como
un acuerdo social y psicológico cargado de esperanza, pero también como un
mecanismo para evadir la fuerza de las circunstancias.
Durante un mes se tiene
la idea de fin de ciclo; en él se instala una sensación de nuevo inicio según
nuevos propósitos con la búsqueda de diferentes resultados, pero en realidad
solo es la continuidad de un flujo temporal en el cual permanecen los mismos
problemas y desafíos, similares carencias y profundas desigualdades. La tregua,
sin embargo, suele contener un factor de optimismo capaz de orientar las
expectativas hacia la búsqueda de un cambio. En los países latinoamericanos, en
donde las raíces de sus tradiciones religiosas se entrelazan con una fuerte
herencia colonial de estructuras verticales, racismo y marginación, los anhelos
de paz y concordia tan abundantes durante las fiestas solo rascan la superficie
de las sociedades.
Mas de la mitad de los
pueblos de nuestro continente sobreviven a duras penas entre la pérdida de
derechos, el hambre y un sistema económico cuya premisa es el aprovechamiento
de las necesidades de las mayorías para enriquecimiento de unos pocos,
protegido en sus abusos por gobiernos corruptos pero sobre todo incapaces de
gestionar la administración de políticas públicas eficaces y correctas. Los
buenos deseos decembrinos quedan obsoletos como aquellas tarjetas navideñas
tiradas al basurero en cuanto despunta enero. Los indicadores de desarrollo -o
deberíamos decir “de subdesarrollo”- siguen señalando con cruda exactitud la
ausencia de Estado en la mayoría de nuestros países, tal y como se le describe
en ese texto fantasioso llamado texto constitucional.
Conscientes de las
ventajas de aprovechar este tiempo suspendido para desviar la atención de la
ciudadanía y ocultar sus maniobras, quienes gobiernan y quienes inciden desde
las sombras en la gestión pública amarran tratos, ocultan evidencias y engañan
con estrategias de imagen. En la realidad, el deslumbramiento colectivo de las
fiestas de fin de año -con su carga emotiva de ofertas de paz y prosperidad-
adormece y le pone filtro al color del paisaje sin transformar ni un ápice el
verdadero escenario. El golpe de realidad llega sin anestesia en cuanto
comienza el año con su carga de deudas, desempleo y el inevitable
enfrentamiento con un sistema depredador sólido e inamovible.
La esperanza del cambio
hacia un sistema más equilibrado de poderes y oportunidades no se convertirá en
realidad de la mano de un simple salto de fecha. Será posible, si acaso, con la
firme determinación de actuar para provocarlo, de generar una dinámica social
capaz de pasar hacia el nuevo año con la suficiente lucidez y resolución que
haga realidad ese cambio, y con la disposición de trabajar duro para lograrlo.
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