Entre los seres vivos
existe una frontera moral que delimita los derechos de unos sobre otros.
El concepto de
propiedad privada tiene límites, no incluye la vida de otros seres.
Por Carolína Vásquez Araya
La idea de que la vida
nos pertenece viene de muy atrás, procedente de una ideología primitiva y
fanáticamente centrada en el hombre como dueño absoluto de todo cuanto le
rodea. Por eso, termina por no ser tan evidente el deformado sentido de
propiedad que marca nuestra educación, iniciado desde la infancia con el
pollito de la piñata descuartizado porque el niño quería ver cómo funcionaba.
Al fin y al cabo, sólo es un pollito descuartizado que se tira a la basura y la
única consecuencia es que mamá diga “no mas pollitos de piñata”….
Así, de la misma manera
arbitraria e incomprensible, nos pertenece la vida del árbol que estorba la
vista desde el balcón y por esa razón cayó bajo el filo del hacha,
transformando en leña verde e inservible a ese pujante almendro lleno de
retoños. “Es mi jardín y es mi árbol. Y lo corto cuando quiero”. Con los
animales sucede otro tanto. Como es la moda tener perritos finos o gatos de exhibición,
tengamos uno. No importa lo que hagamos con él, mientras nos pertenezca.
Y entonces, ahí va un
ser vivo que pertenece a otros seres vivos que poseen el poder suficiente para
hacer de su pequeña vida un infierno o un paraíso. Sin embargo, la vida, ese
concepto que ha movilizado las neuronas de filósofos, artistas, científicos y
teólogos en todas las épocas, continúa siendo un misterio; un arcano que se nos
escabulle y nos deja siempre perplejos ante su milagro.
Quizás de este
trastornado sentido de propiedad ha derivado también la costumbre de
menospreciar la vida de las criaturas llamadas inferiores por cuestiones de
fuerza física, poder económico, posición social o diferencia étnica. Y ahí
entran niños, ancianos, mujeres y otras comunidades humanas. ¿De qué protocolo
machista deriva el estereotipo de que los seres física o socialmente más
débiles son inferiores? Volviendo al pollito de la piñata… ¿cómo podemos
aceptar que un ser vivo sea entregado a otro ser vivo para que practique sus
juegos de poder y dominación?
No es necesario ir muy
lejos para extraer de esta posición de prepotencia muchas de las peores
acciones bélicas de todos los tiempos, y prácticamente todos los sistemas de
esclavitud que aún predominan en países que pretenden erigirse como modelos de
democracia. La vida de los demás no nos pertenece. Si queremos ser depositarios
de ella, como en el caso de los animales domésticos, o pretendemos disfrutar de
su belleza, como sería el caso del mundo natural, no estaría demás comenzar a pensar
en que al poseerlos adquirimos el compromiso de respetar su integridad y
proveer los recursos más adecuados de subsistencia.
El caso de la familia
es similar. No es “mi familia, y con ella hago lo que se me da la gana”. Es un
grupo de seres en situación de convivencia o de vínculo legal, pero quienes no
forman parte del patrimonio del mas fuerte, como se estila creer en muchas de
nuestras sociedades.
Esta actitud
eminentemente masculina y, por lo tanto, patriarcal, es uno de los factores más
decisivos en el debilitamiento moral de la comunidad humana. El poder absoluto
sobre la vida ajena es la vía más rápida hacia la pérdida de valores y la
consolidación de un materialismo que justifica el horror de las guerras de
exterminio, justifica las acciones bélicas fundamentadas en el racismo y nos
hace creer que los más fuertes cometen los peores crímenes para
protegernos, a los más débiles, de nosotros mismos.
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