La sociedad conoce bien las consecuencias de no ejercer la ciudadanía; a pesar de ello, cede el control a sus enemigos.
Por Carolína Vásquez Araya
No es casual el descubrimiento de las redes del crimen metidas hasta el tuétano de las estructuras institucionales del Estado. No es solamente la policía; el cáncer viene desde el Ejército y su control absoluto sobre puertos y fronteras, armamento y aparatos de inteligencia. Tampoco es sólo el Ejército, ahí están agazapados detrás los grandes capitales que le otorgaron su pleno respaldo en la minuciosa obra de limpieza social y política que acabó con el liderazgo político durante la Guerra Fría.
Por lo tanto, es mucho lo que se debe escarbar en el
pasado para encontrar una respuesta coherente que explique la situación de la
Guatemala de hoy, con su inconcebible manera de voltear la cara a la realidad
de la corrupción; ese modo de justificar la pasividad social con el miedo a las
antiguas formas de represión, ese carácter evasivo de las clases sociales para
excluirse de toda decisión que trascienda su capacidad de
involucramiento.
El enemigo sigue ahí. Se encuentra en el enrevesado
argumento con el cual pretendemos victimizarnos en lugar de actuar. Si somos el
objetivo de grupos desestabilizadores o de organizaciones criminales, es porque
nos colocamos a tiro y los dejamos actuar sin la menor resistencia. Si la
prensa publica un escándalo tras otro, lo comentamos por lo bajo, cerramos a
piedra y lodo las puertas para no sentir el impulso de protestar y preferimos
concentrar nuestra atención en el que vendrá mañana en las primeras planas.
¿Cuál es la gran diferencia entre un 75 o un 99.75 por
ciento de ineficacia del sistema de justicia? ¿Acaso tenemos que conformarnos
con algo un poco menos malo o levemente menos vergonzoso? Guatemala tiene los
indicadores más inexplicables en América Latina, si se toma en cuenta su
prodigiosa capacidad de enriquecer ilimitadamente a quienes gobiernan, una
administración tras otra.
Entonces no hay excusa para tener centros de salud
carentes de todo, aún de servicio de agua potable. No se explica que los
policías compren sus propias municiones con el miserable salario que reciben.
No es lógico que niñas y niños en edad escolar sufran la vejación de recibir
clases a la intemperie sentados sobre pedazos de block. Menos explicable aún es
el despilfarro de funcionarios y diputados, alcaldes y gobernadores, quienes
actúan convencidos de su autoridad para hacer de los fondos públicos su
alcancía privada.
Si para todo esto existe una solución razonable, es el
ejercicio de la ciudadanía. Único instrumento válido para detener el
abuso, exigir el cumplimiento de las leyes, arrojar a los corruptos fuera de
los despachos ministeriales y de las curules del parlamento, este hermoso
concepto es la clave misma del concepto de Nación.
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