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Las demandas de los pueblos son una bofetada imperdonable para las clases dominantes.
En el Perú, Dina
Boluarte no es más que una marioneta de quienes han usurpado el poder.
Por Carolína Vasquez Araya
Impresionan la
crueldad, la estulticia y el cinismo de Dina Boluarte, la mujer que, respaldada
por la clase económicamente dominante del Perú, ha abierto la compuerta de la
violencia extrema en contra del pueblo peruano. Ya son más de cincuenta los
manifestantes asesinados a sangre fría por las fuerzas armadas, cuyos elementos
pertenecen a la misma clase marginada y empobrecida que reprimen. Los discursos
de Boluarte, cargados de odio y mentiras, representan la debilidad común a las
oligarquías latinoamericanas, cuya respuesta a las demandas de justicia y
equidad son siempre las balas.
En Perú se repite el
esquema del doble rasero impuesto por Estados Unidos a todo nuestro continente:
sus discursos por la democracia y la libertad naufragan en cuanto el fiel de la
balanza se inclina hacia la elección de gobiernos progresistas, cuyas
propuestas se alejen de los intereses del imperio y sus multinacionales. El
destino de los países del tercer mundo está condicionado por ese parámetro
neoliberal que les impide superarse, porque la superación y la independencia
significan una reducción de los privilegios de quienes dominan el planeta. El
mejor ejemplo de ello es el circo del Foro Económico Mundial en Davos, en donde
se codea lo más excelso de la aristocracia económica rifándose con mucho estilo
el porvenir de los pueblos mientras se reparten, entre ellos, la riqueza ajena.
La guerra declarada en
el Perú no escapa a ese esquema. Boluarte, la gran traidora, es solo una pieza
del rompecabezas y su patético papel se define por acatar ciegamente los
dictados de la cúpula económica de su país. Lo mismo sucede en otras naciones
latinoamericanas, en donde el olor a colonialismo satura cualquier iniciativa
por imponer un modelo más humano, rescatar el beneficio por la explotación de
sus riquezas naturales y respetar la autonomía de sus pueblos originarios. El
gran enemigo es, en definitiva, el sistema instalado por obra y gracia de un
imperio que también, por su parte, está lleno de fisuras.
Los muertos por la
violencia en las calles de las ciudades peruanas constituyen una evidencia de
la debilidad del gobierno y del descrédito de sus autoridades. La ciudadanía
exige mejores condiciones de vida y eso, tanto en el Perú como en todos
nuestros países, es una demanda cuyas consecuencias van desde la represión más
extrema hasta la instalación de una dictadura, tal como sucede en estos
momentos en el país andino. Los instrumentos para consolidar a esos gobiernos
represivos extienden sus tentáculos con una eficacia sorprendente, creando una
cúpula de silencio alrededor de las atrocidades cometidas por los dictadores,
en este caso por los excesos cometidos por las fuerzas armadas bajo las órdenes
de Dina Boluarte. De esa guisa, se instala el silencio cómplice de organismos
internacionales supuestamente creados para defender la democracia, la paz y la
justicia, elevando los motivos de la infamia como justificación válida para las
atrocidades.
En medio de este
escenario de violencia, la prensa calla; apaga sus cámaras, vuelve su atención
hacia los temas de una agenda mediática impuesta por los países poderosos y
deja sus valores de lado para responder a intereses ajenos a su verdadera
misión. Lo que suceda en el país sudamericano se cubre de un filtro neutro para
no opacar otras campañas mediáticas de interés geopolítico y económico de los
países poderosos.
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