La estrategia
neoliberal se basa en la cooptación de los poderes de los Estados.
Por Carolína Vásquez
Araya
Los centros de poder
económico, a lo largo y ancho del continente, nos están demostrando claramente
cómo se manejan los intereses en función de la consolidación de un Estado
cautivo. A lo largo de la historia se ha comprobado cómo, desde el centro mismo
del Estado, se tejen las redes diseñadas específicamente para anular la
voluntad de los pueblos por medio de artimañas institucionalizadas, hechas ley
y transformadas en el cepo de las débiles democracias latinoamericanas. Los
eventos electorales se han constituido en un remedo de ejercicio ciudadano, en
los cuales la decisión de la población se limita a votar por el menos malo y en
donde, en muy raras ocasiones, existe un proceso transparente sin el
escandaloso derroche de recursos de los más poderosos.
El gran capital no cede
y, probablemente, se defenderá con uñas y dientes de cualquier giro
intempestivo en contra de su hegemonía. Amparado durante décadas por un sector
político desprestigiado, corrupto y engañoso, con el respaldo de ejércitos
dispuestos a intervenir ante el menor peligro de una rebelión popular y el
apoyo indiscutible de los sectores más conservadores de la comunidad
internacional -con Estados Unidos a la cabeza- las opciones para generar
cambios profundos del estatus resultan prácticamente nulas. Sumado a ello, la
manera fraudulenta de administrar los fondos del Estado para consolidar
privilegios y mantener a la ciudadanía contra las cuerdas, ha sido la
herramienta clave para los gobiernos del continente.
Pocas y raras son las
excepciones y, cuando se producen, esos intentos de refundación se enfrentan
con impotencia a la amenaza de invasiones, golpes de Estado y uso de la
represión. Todo ello, con la entusiasta anuencia de organismos diseñados ad hoc,
como la OEA. Los pueblos de América Latina han pasado desde tiempos de la
Colonia por las más duras experiencias: desde dictaduras de terror como las de
Chile, Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y otras que registran los archivos
históricos, hasta atrocidades incalificables como el genocidio perpetrado en
Guatemala contra las comunidades mayas. Sin embargo, nada de eso ha conseguido
destruir por completo las esperanzas de recuperación de derechos y libertades,
por lo tanto, los pueblos ponen sus expectativas en la recuperación de
cualquier pequeño resquicio de verdadera independencia.
Una de las estratagemas
más perversas de estas cúpulas poderosas ha sido la compra de voluntades en los
tres poderes del Estado. Mantener la obediencia del Ejecutivo –por quien
apostaron un enorme capital en propaganda electoral- es el primer paso para
garantizar la inmunidad frente a la ley. El segundo paso es repartir billetes a
mansalva entre los legisladores, para poner el punto decisivo con la obediencia
de jueces y magistrados. El golpe es certero y nada puede revertir el esquema,
a menos que una población empobrecida y maltratada decida salir de la apatía y
reaccione, arriesgando la vida en el intento.
América Latina vive en
un constante ciclo de avances y retrocesos. Su dependencia de políticas
externas y la profunda degradación de las bases institucionales de sus Estados
constituyen una amenaza tan cierta como constante. El debilitamiento de
políticas públicas como las de educación, salud, empleo y protección de la
niñez, reflejan con prístina claridad cómo los grupos de poder económico, en
lugar de ser una fuerza productiva y una herramienta de desarrollo, constituyen
una amenaza constante contra la integridad y los derechos fundamentales de los
pueblos.
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