La infancia debe ser
una etapa feliz; un portal hacia el desarrollo y la realización de los sueños.
Somos sociedades
enfermas de machismo, violencia sexual y misoginia.
Por Carolína Vásquez
Araya
Tomás tenía 3 años y le
sonreía a la vida cuando salió de su hogar acompañado de su tío abuelo. Iba con
la confianza y la alegría propias de un niño saludable y feliz que encuentra, a
cada paso, un nuevo descubrimiento, una nueva experiencia. Fue su último paseo;
lo encontraron muerto en mitad del campo con señales de abuso, nueve días
después. Durante ese lapso, la búsqueda fue intensa por tierra y aire mientras
todo Chile clamaba por su aparición. No hay palabras para describir tanta
atrocidad contra la niñez en cualquier lugar del planeta. La crueldad extrema
implícita en el abuso sexual, la tortura y la impunidad que rodean a esos
crímenes contra la niñez se encuentra, por lo general, avalada por un sistema
de protección ineficiente y caduco, enmarcado en la absurda creencia de que ese
importante segmento goza de la mayor protección en el hogar, la escuela, la
iglesia o el vecindario.
Así como Tomás salió de
casa y nunca regresó, miles de niños, niñas y adolescentes alrededor del mundo
son violentados física y psicológicamente por el solo hecho de encontrarse bajo
la autoridad de otros, sin ningún mecanismo de defensa. En la mayoría de los
países centroamericanos, especialmente aquellos gobernados por políticos
corruptos en complicidad con las organizaciones dedicadas al negocio de la
trata de personas, cientos de ellos desaparecen sin alterar el sueño de las
autoridades, pero tampoco el sueño de esas sociedades acostumbradas a la
tragedia y a la violencia provocada por un sistema que ha destruido por
completo la institucionalidad, abandonando a la población en un ambiente de
absoluto caos y anarquía.
La violencia sexual,
una patología social de enorme impacto en nuestras sociedades, es consentida de
modo directo o indirecto por la ineficacia de los sistemas de administración de
justicia, pero sobre todo por el sistema patriarcal. Este, aún con pruebas a la
vista, minimiza los abusos y otorga privilegios a los perpetradores,
especialmente cuando esos crímenes son cometidos contra adolescentes y mujeres
adultas. Casos extremos como el de Tomás, el niño de Lebu, se multiplican
amparados por el silencio y la complicidad de quienes les rodean, bajo la
consigna de mantener la reputación familiar, aunque el crimen cometido destruya
por completo la vida y el futuro de la víctima.
Está probada y
comprobada nuestra incapacidad, como sociedad, de proteger a las nuevas
generaciones de la violencia en cualquiera de sus formas. Preferimos engañarnos
acudiendo a instituciones corruptas a las cuales entregamos a cientos o miles
de víctimas propiciatorias, como sucede con los “hogares seguros” en los cuales
se institucionaliza a una niñez que merece protección, pero administrados por
delincuentes dedicados a la trata y a la prostitución de menores.
El fracaso de un país
se mide por el trato dado a la niñez y, por lo tanto, debemos declararnos
fracasados a nivel planetario. No hay rincón del mundo en donde la niñez y la
adolescencia gocen de una total protección contra los abusos. Estos abusos, en
la mayoría de los casos, tienen impacto certero en diferentes patologías que
esos seres sufren a lo largo de su vida, muchas veces reproduciendo en otros
los efectos de sus sórdidas experiencias. Hemos creado una verdadera cultura de
abuso, propiciada por la indefensión de unos ante la aparente autoridad de
otros. Es así como, aún en el siglo de las maravillas tecnológicas, se
mantienen los prejuicios sexistas y las estructuras de privilegios para los
agresores, destrozando el futuro de los más indefensos.
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