En Guatemala se aplica
la estrategia del terror en el cuerpo de niñas, niños y adolescentes.
El encierro de niñas,
niños y adolescentes no es la respuesta.
Por Carolína Vásquez
Araya
Guatemala transita por
uno de los episodios más negros de su historia reciente. Desamparada e
impotente ante el poder de las mafias, la población se paraliza ante la
realidad de un Estado secuestrado por organizaciones criminales que operan en
connivencia con las más altas autoridades y la condenan al miedo y a la
sumisión. Los esfuerzos de estos grupos por apoderarse del último bastión de la
justicia –la Corte de Constitucionalidad- lleva un siniestro mensaje: la
democracia, que tanta sangre y dolor ha costado desde los tiempos de las
dictaduras, está a punto de ser aplastada por un pacto entre políticos, élites
empresariales y militares ignorantes, codiciosos, obtusos y sedientos de poder.
El escenario actual
parece haber sido planificado en detalle para borrar hasta el último intento de
oposición ciudadana y comienza a delinearse como un intento de acabar con
cualquier resquicio de respeto por la Constitución y sus mandatos. La
ciudadanía –ese conglomerado en donde supuestamente reside el poder- se encuentra
sitiada y niñas, niños, adolescentes y mujeres parecen haber sido
cuidadosamente escogidos como víctimas propiciatorias de esta escandalosa
maniobra, diseñada para acallar toda rebelión, silenciar a las masas y
obligarlas a aceptar lo inaceptable.
Los secuestros,
desapariciones, violaciones y asesinatos de niñas, niños y adolescentes han
alcanzado niveles de terror. Los mensajes de alerta se han convertido en un
cuadro cotidiano y, por lo mismo, han dejado de provocar reacciones, creándose
un ambiente de acostumbramiento a los peores actos de violencia contra el
sector más inofensivo y vulnerable de la sociedad. Guatemala se presenta ante
la comunidad internacional como un país de impunidad, como una nación en donde
el crimen organizado impera y decide los destinos de la patria. Como un
territorio carente de justicia, en donde la ley opera dependiendo del tamaño
del soborno.
Esta vergüenza de nivel
planetario no afecta el negocio de las mafias, pero constituye un lastre
inmenso y una constante amenaza para el futuro del país, cuya población observa
impotente cómo se van por el barranco sus escasas oportunidades de alcanzar un
desarrollo que, hasta ahora, ha sido sistemáticamente saboteado por sus élites
empresariales y los cuadros políticos más retrógrados y corruptos. Cualquier
intento por revertir este estado de cosas -perfectamente consolidado para
mantener los privilegios de estos sectores- requiere la intervención directa de
la ciudadanía. Pero la gente tiene miedo y ese miedo representa el pase libre para
los criminales en el poder.
A las niñas, niños y
adolescentes les está secuestrando, violando y asesinando el sistema. Para
estas vidas inocentes no existe justicia; su destino, depende de instituciones
capturadas por individuos nefastos coludidos con los victimarios, cuya
indiferencia e inoperancia parecen ser parte del pacto criminal. Las niñas y
niños no se violan, no se tocan, no se asesinan. Quienes cometen estas
atrocidades al amparo de una justicia apática y corrupta merecen castigos
ejemplares y definitivos. Asimismo, quienes pretenden –con actitud paternalista
y condescendiente- someter a niñas, niños, adolescentes y mujeres al encierro
para no ser víctimas de estas acciones viles, se convierten en cómplices de los
criminales. Pretender adjudicarles la culpa por los ataques siniestros que
sufren en todos los espacios es una absoluta aberración. Las calles, escuelas,
templos y hogares deben ser santuario de protección para lo más valioso de la
sociedad y no rincones propicios para el abuso.
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