Por Por Ilka Oliva Corado
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Abuela y hablando de Comapa, ¿usted sabe cómo se hacen
las semitas?, le pregunté a mi abuela después de 17 años en la diáspora, que
hasta yo me sorprendí. ¿Cómo es posible, negra?, me dije, que no le hayás
preguntado antes la receta de las semitas a tu abuela. Mi abuela
comenzó a dictarme los ingredientes, de las semitas, del pan de
arroz, de las quesadillas y de las salporas. Jalé una hoja de papel y
anoté.
Tanteado el
azúcar, me dijo, a como vos vayás mirando, probá a cada poco y ahí le vas
agregando si necesita más. Tantos huevos por tal cantidad de harina,
igual la margarina, el agua de canela y la leche. Hay quienes le ponen esto y
otros lo otro, pero a mí me gustan de tal forma, vos las podés hacer a tu
estilo.
Fue también mi
abuela la que me enseñó a tortear y a entender las señales del
fuego, porque el fuego avisa. Por ejemplo; cuando va a llegar visita
se alebresta y son aquellas llamaradas, así fue como una vez supo
que yo llegaba un día de visita, cuando asomé entre la piedrona y el plumajillo
la encontré torteando en la cocina y mi abuelo parado, repesado en
la puerta, el sonido de sus manos palmeando la masa se escuchaba hasta la
tienda de doña Adelona, me dijo cuando me vio cruzar el camino de
piedras: ingrata, el fuego me estuvo avisando toda la mañana que venías. No se
sorprendió al verme. Para ese tiempo para avisar que uno llegaba
tenía que llamar por teléfono a la única señora que tenía teléfono en el
pueblo, esperar que le fueran a avisar que tenía una llamada o volver a llamar
a la hora para saber si la habían encontrado y podía atender la llamada.
También de la misma forma era en Peronia, en mi infancia. Cuando
tuve la entrevista de mi primer trabajo como maestra de Educación Física,
también di el número de teléfono de una vecina, a ese número me
llamaron para decirme que estaba contratada, me dejaron el mensaje que habían
llamado de tal lugar y que volverían a llamar a tal hora porque
necesitaban hablar conmigo. Hoy, hoy son otros tiempos, que como
todo, es una cosa por otra…
Pero cuando mi
abuela era joven, no había autobuses y tenían que salir del pueblo a lomo de
bestias y a pie. Así llevaran lo que llevaran, de ahí aquellas grandes
peregrinaciones de campesinos en los senderos al filo de los barrancos, con sus
cargas de máiz, de frijol, sus cargas de leña, para llegar a los pueblos a
venderlas o a hacerlas cambio por otros alimentos de primera necesidad. El
famoso trueque.
Las
conversaciones con mi abuela giran en torno a su pueblo, de cuando eran joven,
porque tengo una necesidad de cultivar la memoria del cordón umbilical, la
raíz, pero también de conocerla como mujer, más allá de que sea mi
abuela. Me encanta escucharla narrar la vida de otros tiempos, por
ejemplo; para los tiempos de Ubico que la gente no podía matar sus propias
vacas y tenían que pedir permiso al gobierno, entonces cuenta que la gente se
iba a los montes y pasaban allá tres días, matando la res y poniendo la carne a
secar, que la dejaban escondida entre piedras para que no se la comieran los
animales y la subían por pocos a las aldeas porque se llegaban a enterar las
autoridades y a la cárcel.
Después que para el
tiempo de la dictadura, que pasaban igual guerrilleros y soldados pidiendo
comida, solo que los guerrilleros tocaban la puerta y pedían por favor y los
soldados tiraban las puertas y se llevaban todo, hasta las plumas de las
gallinas. Y entonces dejaban al poblado sin sus sacos de máiz y frijol para
pasar los meses en que no había cosecha. Que los cochitos también se los
llevaban o que dependiendo la urgencia hacían que las mujeres los cocinaran
para ellos ahí mismo. Y tal vez, cuenta mi abuela, esos cochitos eran la única
forma de ahorro de una familia, que lo engordaban todo el año para venderlo
para navidad y así poder comprar zapatos, tela para hacer ropa, pero los
soldados los dejaban lavados. Y eso que en oriente no fue tan duro como en
occidente.
Conocí a las
amigas de infancia de mi abuela y cuando unas no podían ir a hacer la masa al
molino pasaban las otras y se llevaban las panas, en la cintura y en la cabeza,
regresaban al rato con la masa echa. Sin decir nada, una comunicación del alma,
que solo existe en los pueblos, en las generaciones de los mayores. E igual
hacían con las tinajas de agua. Nunca vi una solidaridad tan auténtica.
Para cuando mi abuela
era niña las aguas del río Paz eran mares, hoy es un caminito desnutrido que
pasa en invierno y que en verano es un desierto de piedras. Como la quebrada.
Eran encinales, los grandes bosques y se podían dejar las puertas abiertas de
par en par que no pasaba nada. Para su adolescencia comenzaron a aparecer los
cuatreros que se robaban las cabezas de ganado de los
adinerados, hoy en día las bandas criminales que se roban todo a su
paso. El pueblo ya no es lo que era. El mundo tampoco.
Con sus historias supe
del cuajo de la vaca para hacer queso, que a nosotros ya nos tocó el tiempo de
las pastillas para cuajar. De cómo hacían el jabón de aceituno para
bañarse. Cuando escucho hablar a mi abuela me adentro en los personajes de Juan
Rulfo, así como hablan los mayores en Comapa hablan los personajes de Rulfo,
pero es que hasta parece que es el mismo pueblo, por eso me maravillan los
textos de Rulfo porque vuelvo una y otra vez a mi Comapa
natal, a conversar con mi abuelo, sentados los dos en la piedrona entre los
palos de café y los izotales.
Mi abuela tiene una
memoria extraordinaria y su forma de narrar la heredaron mis tías, que ella
heredó de Mamita, su mamá. Crecí escuchando historias de Comapa todos los días,
me enamoré de Comapa a través de ellas. De las historias de mi abuelo, que
entre ellos no hay diferencias de género porque eran tan arrechas que el
trabajo de los hombres lo hacían ellas hombro a hombro con mi abuelo. Por esa
razón mi abuelo no se sorprendió cuando yo salí con la bulla que me gustaba el
fútbol en lugar del baloncesto o que jugaba cincos en lugar de
muñecas. Se reía cuando me miraba rajar leña con la almágana y las
cuñas, o cuando agarraba su machete cuto y me iba con él al monte a cortar
leña. Fue mi abuelo el que me enseñó a hacer adobes. Pero más gozaba
cuando me miraba en las peleas callejeras trompada a trompada con los patojos,
en cambio mi abuela se aflijía, que un día me iban a golpear me decía, a lo que
mi abuelo contestaba: qué van a andar golpeando a este animal, no mirás el
animal que es.
Porque en Comapa
las personas somos animales, de ahí que existan los animales brutos. Animal
bruto, te dije que así no era. Animal bruto te fuiste por el camino equivocado.
Animal bruto le arrebataste el fuego a los frijoles.
De esas tías, está la
tía que emigró muy joven y que no pudimos compartir con ella, no existen esos
recuerdos familiares que están con las otras. La busco ahora, en la diáspora,
ahora que soy adulta, para tratar de hilar, para que el puente siga existiendo.
Entonces mi tía me cuenta de su infancia en Comapa y de su vida adulta en su
país de residencia. Tía, le digo, ¿y se recuerda del sabor de las pacayas y de
los izotes? ¿Se recuerda de los chaparrones del pozo? Y las dos vamos
reconstruyendo la Comapa que ella dejó de niña y que yo conocí de adolescente,
en visitas cortas. Y nos une a ambas, la migración, como emigraron mis
otras tías del pueblo a la capital. Solo que mi tía y yo nos fuimos
más lejos, nos atravesamos las fronteras en formas muy similares. Eso nos une y
es un hilo muy fuerte. Y la estoy conociendo de adulta, como mujer, como
migrante y como tía.
Gracias a la
tecnología cuando andan cerca mis tías o mis primos, en esta era de
videollamadas logro ver a mi abuela, sus expresiones faciales, su color de
ojos, sus pómulos pronunciados que yo heredé y sus camisas manga larga
enrolladas hasta el codo, también que son mi fascinación y que uso de la misma
forma porque para mí son parte de ese hilar, del tejido de las entrañas de Mamita,
mi bisabuela. Y de Mamita son las recetas que me dio para hacer pan.
Abuela, le enseño
la semitas, mire cómo me quedaron. Ingrata, las arrebataste con el fuego, tenés
que ponerlas a fuego manso, en ese volado que las horneás en la estufa, es
distinto al horno de leña, tenés que ponerlas y estarlas viendo a cada tanto
para que no se te quemen. Y así fue como hice mis primeras semitas
de Comapa, receta que me dio mi abuela que es de Mamita. Pienso que
tal vez en la tercera o cuarta vez ya vayan saliendo como las de Comapa, por
ahora este primer intento lo disfruté paso a paso y hacerlas fue un viaje a mi
natal Comapa, a las entrañas de Mamita y a la añoranza de las manos grandes de
mi abuela.
Cocinar para mí
es hilar el tejido de las ancestras. Hay búsquedas que uno tiene que
hacer, con la urgencia de lo impostergable, en el caso de las semitas, no es
solo el maicillo, el agua de canela o la forma de amasar, es una continuidad.
Es amarrar y desatar nudos. Y es también, una conversación con mis ancestras,
aunque en los confines del tiempo no nos hayamos conocido, es reconocerme en
ellas a través de la cocina. Y de mi cuenta corre que las recetas de Mamita
sobrevivan a mi muerte, será la herencia para que un día en los confines del
tiempo quien quiera adentrarse en las búsquedas de lo impostergable
también las encuentre y las beba como una pócima que calma el alma y el
espíritu. Para darle continuidad a este hilar ancestral.
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