La niñez carece de oportunidades en donde su bienestar no es prioritario.
Por Carolína Vásquez Araya
Una de las
grandes violaciones de derechos contra la niñez y la juventud se perpetra ante
los ojos del mundo, sin provocar el menor movimiento de reparación ni la
búsqueda urgente de soluciones. Para esta enorme cantidad de niñas, niños y
adolescentes que huyen de sus países de origen buscando refugio lejos de su
hogar, no hay resguardo. Con independencia de lo que motiva este éxodo, ha
quedado claro ante la comunidad internacional cómo las autoridades
estadounidenses desenfocaron su mirada y, bajo las políticas racistas y
xenófobas del expresidente Donald Trump, convirtieron las instalaciones
fronterizas en un campo de concentración al estilo de las prisiones de
Guantánamo.
Niñas,
niños y adolescentes de todas las edades han sido recluidos en estas inmensas
bodegas, separados de sus padres y sin atención psicológica, como una forma de
desincentivar la inmigración, enviando ese duro mensaje a quienes pretenden
buscar su supervivencia en el país del norte. La nueva administración se
enfrenta ahora a la tarea monumental de deshacer los nudos legales antiinmigración
instalados por el gobierno de Donald Trump, cuyas decisiones han ocasionado un
daño irreparable en miles de familias centroamericanas que solo buscan un
refugio contra la criminalidad desatada en sus países, perpetrada
principalmente por las autoridades de turno.
Mientras la
niñez es sacrificada en aras de la corrupción y la desidia de quienes gobiernan
sus países de origen –especialmente Guatemala, Honduras y El Salvador- estos
líderes políticos han cerrado los ojos ante la inconcebible violación de los
derechos humanos de su población más joven y la abandonan a su suerte,
concentrados en acumular riqueza personal y utilizar los fondos públicos para
la consolidación de sus redes de influencia. En esta tarea no están solos:
cuentan con el irrestricto apoyo de las poderosas organizaciones empresariales
y el respaldo de militares, congresistas, jueces y magistrados, cuya influencia
en asuntos de Estado ha corrompido hasta la médula a los entes políticos y
judiciales.
Antes de
señalar con tanta dureza a las familias desde las cuales desertan estos miles
de niñas, niños y adolescentes, es importante arrojar una mirada a la situación
en la cual viven estas poblaciones. Privadas de atención estatal, de servicios
básicos, de seguridad sanitaria y de fuentes de trabajo debido al derroche
ofensivo y descarado de quienes tienen la responsabilidad y la decisión sobre
las políticas públicas en educación, salud y alimentación, se encuentran
acorraladas en un círculo vicioso de violencia del cual es imposible escapar. A
ello se debe sumar la desnutrición crónica infantil, cuyo efecto sobre más de
la mitad de la niñez la condena a una muerte lenta; y también la amenaza
constante de las redes de tráfico de personas y de drogas, cuyas impunes
operaciones cuentan con la protección de los gobiernos.
Para las
sociedades de estos países, la situación de la niñez errante no es prioridad.
Concentrada en asuntos que le tocan mucho más de cerca, como la propia
supervivencia, tiene una mirada selectiva cuando de niñas, niños y adolescentes
de sectores pobres se trata. Esta indiferencia es también un factor decisivo en
el destino de este gran conglomerado, dado que sus problemas y carencias no
afectan de manera contundente la sensibilidad colectiva, y la sociedad prefiere
enfocarse en temas que le atañen de manera directa. Esta es una de las razones
del abandono: la falta de incidencia en los asuntos del Estado y la escasa
voluntad de luchar por recuperar la integridad de sus instituciones. En este
escenario, la niñez tiene todas las de perder.
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