Foto proporcionada por la autora
Por Ilka
Oliva Corado
Blog de la
autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Para cuando los tierreros se elevaban en polvaredas en las calles recién hechas en Ciudad Peronia, llegó una familia que puso una tortillería y también alquiler de bicicletas. Para tener esos dos negocios en un arrabal lleno de gente empobrecida, esa gente tenía dinero, tres empleadas (indígenas) que torteaban los tres tiempos y los hombres de la casa encargados del negocio de la renta de bicicletas que se contaban por docenas, eso para inicios de la década del noventa.
En el
arrabal nadie tenía dinero para alquilar una bicicleta por sí mismo, entonces
lo que hacíamos era una coperacha entre todos los patojos, para juntar cinco
centavos era de buscar hasta debajo de las piedras y el trabajo común era ir a
recoger basura: pasar de casa en casa recogiendo costales de basura e ir a
tirarlos al barranco que siempre ha sido el basurero oficial de la colonia. Ahí
dependiendo el tamaño así pagaban, nadie pagaba más de diez centavos. El
alquiler de las bicicletas costaba cincuenta centavos la media hora. En esa media
hora tocábamos el cielo con las manos, éramos 16, colazo cada uno en la calle.
La media hora medida puntual, se pasaba uno un minuto y lo cobraban. Siempre
rentábamos las BMX con tarugos o tacos, para que en el colazo fueran dos de una
vez, uno majeando y otro encaramado atrás.
Sin canchas
deportivas, sin parques recreacionales, los distractores los tuvimos que
inventar nosotros mismos y los barrancos fueron nuestros espacios de expedición
y la bicicleta y el fútbol nuestros catalizadores. Lo que anhelábamos una
bicicleta, era el sueño imposible en aquella pobreza. La única niña del grupo
era yo, como todos los patojos que en manada hacíamos uno, todos para una y una
para todos. En la casa al ver mi ilusión por la bicicleta me decían que si
ganaba el año escolar me comprarían una y al finalizar el año no sucedía, así
me pasé la primaria, la bicicleta nunca llegó y mi corazón de niña se rompía
cada final de ciclo escolar. Un día llegó un tío con una bicicleta
destartalada, inservible por completo, era una californiana a la que yo le puse
“los cuernos de chivo” porque el timón era así, con sus cuernos de cabro. Me la
llevó a regalar y con un amigo que pintaba carros la pintamos, le arreglamos
los frenos y las llantas y quedó nítida, como nueva. En los cuernos de chivo
nos colacéabamos los 16, le pusimos los tacos y entonces íbamos 3 en cada
colazo. La ilusión me duró un año porque el siguiente llegó mi tío y
al verla tan arreglada se la llevó sin decirme nada y cuando regresé de la
escuela ya no estaba mi californiana, nuevamente se me volvió a romper el
corazón. Dos cosas anhelé en la vida: una bicicleta y una cámara
fotográfica.
Para cuando
me gradué de maestra de Educación Física cumplí mi promesa y desde el primer
sueldo me fui a comprar por pagos una bicicleta montañesa, no hombre era la de
lujo, con sus dos amortiguadores, yo misma había hecho realidad mi sueño de
niña y ese día que salí con mi bicicleta de la tienda fui tan feliz. Me fui a
celebrar solita a una pastelería, me compré una taza de café y un pedazo de
pastel y le quité los curitas que le había puesto a mi corazón para que
sintiera de nuevo la adrenalina de montar en bicicleta. No era la bicicleta en
sí, era curar mi corazón de las promesas fallidas, era demostrarme que si
quería algo en la vida yo misma tenía que luchar por ello sin esperar nada de
nadie. Era cumplir mi promesa de niña que yo misma me compraría mi
bicicleta. Desde niña aprendí a no ilusionarme y a no creer en las promesas de
nadie y supe también que estaba sola y que sola debía salir adelante. Lo de la
bicicleta fue una lección de vida a una edad muy corta.
Cuando
emigré dejar mi bicicleta fue como dejar una parte de mí, porque no la
consideraba un objeto sino una extensión mía. Llegué al extranjero para finales
de otoño y para el invierno sin automóvil compré una bicicleta de las más
baratas, que me sirviera para ir y regresar del trabajo y me tocó manejar bajo
la nieve, el frío no importaba porque yo iba en mi bicicleta como cuando era
niña. Con esa bicicleta descubrí los montes en mi reserva forestal rentada,
poco me duró la alegría porque al poco tiempo me la robaron. No era un objeto,
era de mis grandes amores. Dejé que pasara el tiempo y ahorré, moneda tras
moneda, dólar tras dólar hasta que ajusté para comprar la bicicleta de mis
sueños, una que fuera mitad montañesa y mitad de carrera, con la que podía ir
al monte y tomar calle.
Y hasta hoy
es la bicicleta que me acompaña, cada primavera le doy mantenimiento yo misma, y
al menor aviso de desajuste me da taquicardia, la cuido como a una extensión de
mi cuerpo, porque somos una sola mi bicicleta y yo. Porque me acompaña a
recorrer caminos lejanos, desconocidos, porque es parte de mis alegrías, de mis
descubrimientos, de los latidos de mi corazón. De mi emancipación como mujer.
Muchas veces creemos que es un libro el que emancipa a las mujeres, yo digo que
la verdadera emancipadora es una bicicleta porque nos permite movilidad,
conocer lugares, estar con nosotras mismas, descubrir destinos, consolidar la confianza
en nosotras mismas, en nuestros instintos porque nos da la libertad de elegir:
hoy quiero tomar este camino, mañana aquel extravío y así vamos conociendo
lugares mientras cae la lluvia sobre nuestros cuerpos, la niebla acaricia
nuestros rostros o el sol abraza nuestras ilusiones.
Yo le diría
a cualquier persona, pero más a las mujeres, que, si hay un sueño de niña, una
herida emocional que se pueda restaurar (porque hay otras que se quedan con
nosotros de por vida y no tienen cura) comprando ese objeto que tanto anhelaron
en sus años de infancia, háganlo. Tal vez no será la misma emoción, ni la misma
necesidad de cuando fueron niñas, pero ayudará a curar la herida. Pero para eso
hay que desearlo con todas las fuerzas del corazón, sé que es difícil cuando
uno es obrero y no se tienen los medios económicos, pero no importa el tiempo
que tome, ahorren centavo por centavo y el día de comprar ese objeto que tanto
anhelaron va a llegar. Como una reparación, como una caricia al alma y como una
forma de demostrarnos a nosotras mismas que, aunque las mujeres estamos solas,
solas podemos, nadie más lo hará por nosotras, es algo que tenemos que hacer
como una reparación histórica, con nuestras ancestras, con nosotras mismas y
por las generaciones que vendrán: el pase habitual de estafeta para reparar el
hilar generacional de nuestro género. Nuestra emancipación que es una lucha
diaria.
Otro día
les contaré de cómo hice realidad el sueño de comprar mi cámara fotográfica,
otro de los imposibles en mi vida por mi economía pero que hice una prioridad.
Y es la pregunta que debemos hacernos, ¿por qué es una prioridad?
Nota: En el
Día Mundial de la Bicicleta, mi reconocimiento a las ancestras que se
atrevieron. «Porque fueron, somos; porque somos, serán».
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