Llega el momento cuando los lazos de amistad profunda se vuelven indispensables.
La amistad verdadera representa mucho más que una mera relación social.
Por Carolína Vásquez Araya
Las relaciones de amistad son muy complejas. Por eso es difícil juzgar las actitudes de personas que consideramos incondicionales –o creemos deberían serlo- a la luz de nuestras necesidades afectivas. Por lo general, nos preparamos para elegir a las amistades entre aquellas personas capaces de aportarnos algo; para ello fuimos entrenados desde la infancia y rara vez fallamos el objetivo. A partir de esta visión, nos empeñamos por obtener un beneficio emocional o social de esa relación, aunque nunca se llegue a plantear como un asunto de conveniencia.
Al
desarrollarse la amistad e ir descubriendo, según su dinámica, aspectos nuevos
que no estaban ahí originalmente, vamos seleccionando a las amistades que
mantienen un nivel aceptable de compatibilidad con nuestras expectativas y
forma de ser o, en el peor de los casos, con las exigencias de nuestro entorno
social. Sin embargo, con alguna frecuencia terminamos decepcionados. En
especial, cuando actúan al margen del conjunto de reglas impuestas al inicio de
la amistad para dar cierto ordenamiento al juego. Reglas que, en algunas
circunstancias, nos arrogamos el derecho de transgredir unilateralmente, quizás
por creernos dueños de la relación, amos y señores de los sentimientos
compartidos. En otros casos, las viejas normas han perdido vigencia con el
correr del tiempo y la adquisición de nuevas experiencias, provocando una
escisión profunda que culmina con un alejamiento definitivo.
Lo que a
veces lamentamos en los amigos es algo que refleja nuestras propias carencias:
un acomodo emocional según el cual, ese equilibrio entre fortaleza y debilidad,
dependencia e independencia, empatía y manipulación, se rompe y pierde todo su
significado, igual como sucede en las relaciones amorosas. Esto hace que la
amistad –ese lazo dorado tan indispensable en nuestra vida- dependa de ese
balance de mutua conveniencia en donde cada uno recibe la satisfacción de un
vínculo capaz de sobrevivir a los inevitables cambios a lo largo de los años,
anclado en la lealtad y el amor incondicional.
Pero muchas
veces ese refugio de seguridad construido con tanta confianza se rompe y,
cuando ese quiebre se produce, provoca un dolor de pérdida semejante al de la
muerte: una especie de traición capaz de devorar la estabilidad emocional y
socavar cualquier posibilidad de reparación. Esto, porque nuestras expectativas
del otro son siempre extremas y, por lo general, ajenas a los delicados
entresijos y a las debilidades propias de la naturaleza humana. En muchas
ocasiones –tal vez, la mayoría- esos lazos dorados de la amistad son
infinitamente más sólidos que los vínculos familiares y representan una base
casi perfecta sobre la cual se sostienen nuestras necesidades afectivas y en
donde se desarrolla una gran parte de nuestra valoración como seres humanos.
En estos
tiempos de extrema inestabilidad, cuando estamos enfrentados a situaciones
absolutamente inéditas y con el poder de alterar nuestra visión del futuro, la
amistad –la verdadera- juega un papel fundamental en la reparación de nuestros
quiebres emocionales. A veces mucho más que cualquiera otra relación, ese
refugio de confianza y apoyo compartido encarnado en las amistades profundas
–sobre todo aquellas de larga data capaces de sortear todas y cada una de las
amenazas implícitas en todo vínculo afectivo- constituye una tabla salvavidas
cuyo inestimable valor no podemos ni debemos ignorar.
Revalorar y
cuidar esos lazos significa mucho más que una simple revisión de la relevancia
de nuestras prioridades sociales. Representa un valioso oasis en medio de este
caos.
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