Somos
herederos de un sistema violento y deshumanizante del cual ignoramos casi todo.
El discurso
populista no ha cambiado: es la mentira institucionalizada.
Por Carolína
Vásquez Araya
La gran
contradicción de nuestros tiempos es cómo, a pesar de la globalización, el
acceso a la información y a los sistemas de comunicación eficientes y
accesibles, los pueblos se encierran en la protección de su entorno cotidiano
y, de manera progresiva y con profundo escepticismo, van perdiendo la capacidad
de reflexión y análisis. Quizá esta es una de las consecuencias de la
degradación ética y moral de las organizaciones políticas, pero sobre todo es
resultado de las estrategias de inteligencia impuestas desde el extranjero,
cuyo objetivo es entorpecer la participación popular en decisiones que le
competen y centralizar estas en función de otros intereses.
Desde siglo
pasado, la eliminación de líderes carismáticos y comprometidos con el
desarrollo de sus pueblos fue ganando impulso en los países latinoamericanos al
extremo de cercenar los movimientos populares, abriendo paso a las más crueles
dictaduras y obstaculizando cualquier intento de independencia de nuestros
países. Al mismo tiempo, y mientras el imperio estadounidense daba un golpe de
puño sobre la mesa para imponer sus intereses y los de sus consorcios, los
gobernantes corruptos recibían prebendas y se les abrían las bóvedas de los
bancos del primer mundo para depositar en ellas la riqueza de los pueblos.
La
capacidad ciudadana para intervenir en la toma de decisiones trascendentales,
de las cuales depende su presente y su futuro, fue derivando en una peligrosa
apatía que permitió el traspaso de bienes públicos hacia grupos empresariales
que se enriquecieron de manera grotesca con su explotación. De ese modo, se
consolidaron tanto la debilidad de los Estados como el poder de los grupos
económicos, favorecidos gracias a su influencia en los ámbitos político y
judicial. A partir de ello, todas las políticas públicas se asociaron al nuevo
sistema y, bajo la consigna de un nuevo modo de concebir el desarrollo –un
neoliberalismo tropicalizado- perdieron terreno la educación, los sistemas de
salud pública y las iniciativas de protección del territorio y sus riquezas.
Este nuevo
modelo ha intentado apagar –con métodos violentos y también solapados- la
chispa de resistencia que todavía brilla en algunos pueblos del continente.
Muchos de los gobiernos, instalados en el poder por obra y gracia de los fondos
recibidos de quienes se han beneficiado de la corrupción y del crimen
organizado, han regido a nuestros países de manera ilegítima aunque legal
–gracias a la manipulación legislativa- y han terminado por degradar hasta la
idea misma de una democracia real, participativa e incluyente.
Somos hijos
de la guerra. De una guerra cruel y solapada que ha condenado a las dos
terceras partes de la población de nuestro continente a una miseria injusta, a
la desnutrición crónica y a la pérdida de su dignidad humana. Esta masacre
lenta y progresiva se ha perpetrado gracias a la eliminación física y moral de
los verdaderos líderes populares; de aquellos hombres y mujeres que han puesto
el pecho ante las balas y no han retrocedido ante las tácticas de
desinformación y desprestigio elaboradas y divulgadas por quienes se han
apropiado de nuestras tierras y de nuestras vidas.
Los
discursos populistas de las campañas que hoy culminan con elecciones de nuevos
líderes en algunos países del continente no han cambiado en más de un siglo:
son los cantos de sirena de un sistema deshumanizado cuyo poder se consolida a
pasos agigantados, confiado en la certeza de que a la ciudadanía le han quitado
todo: el último aliento de esperanza y el último arresto de
rebeldía.
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