Por Carolína Vásquez Araya
Para que
exista un perdón verdadero, también debe serlo el arrepentimiento. Es, por lo
tanto, muy difícil establecer cuándo los sentimientos y actitudes de los
involucrados coinciden en una auténtica superación del resentimiento.
Vuelvo al
cobijo tranquilizador del diccionario, para confirmar mis sospechas. Ahí dice
que cuando uno se arrepiente de algo, es porque le pesa haberlo hecho.
Entonces, partiendo de esa idea, se podría suponer que el arrepentido no sólo
lamenta su proceder, sino que, en parecidas circunstancias, no volvería a
cometer el acto del que se arrepiente. Para hacerlo más fácil: el sujeto se
descalifica a sí mismo en aquello que lo lleva a arrepentirse.
Me gustaría
saber cuántas personas que piden perdón han experimentado ese sentimiento. Creo
que no muchas. Al final de cuentas, ni siquiera la educación religiosa ha
logrado que los feligreses, al confesar sus pecados, se arrepientan
efectivamente de ellos. No les preocupa mayor cosa volver a cometerlos porque,
después de todo, existe el alivio del perdón, garantizado por la confesión.
Si estamos
acostumbrados a mentir a niveles espiritualmente elevados, con mayor razón
somos capaces de mentir a nuestros semejantes, si con ello se nos asegura que
no habrá más represalias por aquellos actos con que los agredimos.
El
arrepentimiento no debería estar condicionado por la severidad del castigo,
sino por una auténtica toma de conciencia respecto a los errores cometidos. Es
ahí donde se complica el perdón. Para que todo el proceso –arrepentirse, pedir
perdón y perdonar- logre el objetivo final de la reconciliación, es
absolutamente imprescindible que se cumplan sus etapas y no respondan
únicamente a una estrategia política.
Por lo
tanto, podríamos afirmar que el arrepentimiento –condición previa indispensable
para alcanzar el perdón- también es un acto individual e íntimo, que no
responde más que a un examen de conciencia que da como resultado el rechazo de
una o varias acciones personales.
Cuando se
trata de restaurar la estructura rota de una sociedad marcada por la violencia,
integrada por vecinos que desconfían unos de los otros, es aún más importante
que esa cadena esté firmemente afianzada antes de cantar victoria y declarar
que se ha producido la reconciliación. De otro modo, la paz será frágil y la
estabilidad continuará siendo un sueño irrealizable.
Para
complicar aún más el asunto, es necesario tomar en cuenta cómo las sociedades
modernas del tercer mundo han sido condicionadas por una ética basada en los
intereses económicos de las potencias de las cuales dependen. Estas son las
que, a la hora de los conflictos humanos provocados por sus muy colonialistas
políticas, sólo se preocupan por salvar su reputación y abandonan a sus aliados
a su suerte, dejándoles el peso de la reconstrucción de sociedades que sufren
las consecuencias de sus intervenciones y, en algunos casos, colocándose
incluso en el lado contrario del estrado desde donde juzgan, cual severos y
prepotentes jueces, el producto de su propia invención.
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