Publiqué esta columna en Abril de 1998, pero nunca tan actual como hoy.
Por Carolína Vásquez
Araya
La comedia social es el
único referente que tenemos a mano para compararnos unos a otros.
No
es exclusivo del sector político. También lo encontramos en los ámbitos
académicos, en la calle y, sobre todo, en la vida cotidiana. Es una máscara que
nos colocamos para relacionarnos con los demás, y que responde -a veces, con
una precisión sorprendente- a lo que deseamos proyectar.
No
existe ser humano social que no haya aprendido, desde la infancia, a utilizar
una amplia colección de disfraces que le permitan identificarse con el papel
que representa en cada momento de su vida. Generalmente, los escogemos entre
aquellos que nos quedan amplios y que nos permiten ocultar los defectos con
mayor holgura.
Existen
disfraces de rectitud y honestidad, para los que hay una amplia demanda en
determinados grupos de la sociedad. Otros, representan la inteligencia y el
talento. Los más, sólo se limitan a imitar las cualidades propias de la
burguesía, y nos hablan de conductas apegadas a la tradición y a doctrinas
inmutables. Pero en su mayoría, son sólo eso: disfraces para integrarse con
mayor facilidad a una sociedad de comediantes.
Esta
necesidad de aparentar lo que no somos, es uno de los factores que nos
inhabilita moralmente para juzgar a los demás, deporte que practicamos sin
limitación ni escrúpulo alguno, sin haber agotado los medios de análisis y
despreciando por completo la necesidad de realizar una prospección objetiva y
cuidadosa de la situación sobre la que pretendemos emitir una sentencia, antes
de darnos el lujo de abrir la boca.
Pero
más que nuestro papel de juzgadores empíricos, lo que nos distingue es esa
manía de aparentar lo que no somos, y peor aún, aparentar que creemos que los
demás creen que lo que aparentamos es real. Y los demás, a su vez, aparentan
que nuestra manía de aparentar es -no un problema psicosocial- sino una elevada
característica de nuestra muy personal personalidad.
Así
nos vamos enredando en apariencias que, a la larga, todos pretendemos confundir
con valores humanos y que no son más que pantallas que ocultan precisamente la
carencia de esas cualidades tan propias de nuestra especie.
La
trampa está en que la sociedad va tropezando en sus propias mentiras, y va
creciendo en función de lo que no es real, y de lo que nunca significará un
avance en su desarrollo. En otras palabras, todo lo que consideramos evolución
de la humanidad es, en realidad, un proceso de distanciamiento acelerado entre
quienes gobiernan y quienes son gobernados, y las virtudes morales nada tienen
que ver en el proceso.
Sería
mucho abundar en ejemplos, citar los escándalos de conducta en que han
incurrido líderes políticos y religiosos en los últimos…. digamos, cinco años,
apenas. Tampoco es necesario insistir en el doble discurso, en la inmoralidad
de los moralistas ni en la venalidad de los administradores de justicia. Eso es
un tema ya viejo y digerido.
Lo
que sí vale la pena destacar es cómo nos esforzamos en entrenar a los nuevos
integrantes de la comunidad. Aquellos que vienen llegando, con su mente abierta
y los ojos limpios, y que obviamente aprenderán todo aquellos que nosotros les
inculquemos, sin oponer demasiadas objeciones, porque no poseen elementos de
juicio para efectuar comparaciones.
Su
enfrentamiento con las contradicciones de nuestro marco valórico empezará
cuando ya se hayan empapado de la doble moral, del lenguaje sexista y de los
estereotipos que nosotros ya manejamos con plena soltura y que rige, casi sin
sentirlo, todo el universo de relaciones, desde las profesionales hasta las
íntimas, sin dejar nada expuesto a la luz incómoda y enceguecedora de la
verdad.
La
comedia social es el único referente que tenemos a mano para compararnos unos a
otros. Es decir, sólo podemos comparar la máscara del gran ejecutivo con otra
máscara igual de gran ejecutivo. Nunca sabremos cuál es, efectivamente, el gran
ejecutivo, si es que hay uno. Lo mismo sucede con los artistas de talento,
aunque hay que reconocer que en el campo del arte es más complicado esto de
simular cualidades inexistentes, que en el mundo de la política o de las
finanzas.
Pero
donde todo se deforma, es en la relación diaria, en el discurso que se repite
machacando lo que creemos que debemos ser, aceptando ciegamente la careta que
los demás nos exigen usar para poder seguir creyendo en las confortables
apariencias.
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