Manifestante contra
corrupción pública en Peru. Internet
Por Ollantay Itzamná
Este domingo 11 de
abril, más de 25 millones de peruanos están habilitados para elegir en las
urnas al nuevo Presidente/a de la República y dos vicepresidentes del país, 130
congresistas y 5 representantes supranacionales. Compiten 18 candidatos/as a la
presidencia.
Este bicentenario país,
al momento se encuentra gobernado por un frágil gobierno transitorio, después
de un inesperado cierre del Congreso de la República y la conformación de uno
nuevo para un período de año y medio.
Además, el Perú
sobrevive a la racha del estreno de tres presidentes en sólo días, luego de la
caída del entonces Presidente Pedro Pablo Kuczynski envuelto en actos de
corrupción pública que carcome a todo la estructura estatal.
Desde la instauración
del sistema neoliberal en este país suramericano (1992), todos sus ex
gobernantes o fueron o están siendo procesados o encarcelados por actos de
corrupción, con la excepción de uno que se suicidó para no ser detenido, y otro
que falleció.
A esta dantesca
realidad política que desanima hasta a la ciudadanía más convencida, se suma la
pandemia del COVID19 que dejó al desnudo las bicentenarias desgracias del
aparente Estado peruano y condena a la incertidumbre existencial a la
“criollada” peruana que siempre se creyó estar por encina de Cuba, Venezuela o
Bolivia. En los hechos, el país está muy mal herido a nivel material y
emocional.
En estas condiciones,
la ciudadanía está obligada a ir a las urnas a votar bajo pena de multa del
equivalente al promedio de 20 dólares. Y lo que se constata, a sólo horas de
las elecciones generales, es que ninguno de los candidatos/as presidenciales
consigue superar el 10% de las preferencias electorales.
Esto indica que el 6 de
junio, en la segunda vuelta, se definirá quién será el siguiente gobernante que
asumirá el poder, sin mayor respaldo popular. Al parecer, las elecciones sólo
alargarán la situación de la inestabilidad sociopolítica del país. A inicios de
la década de los 90 del pasado siglo, se implantó en el Perú el sistema
económico neoliberal como la cultura hegemónica. Al grado que no sólo se
privatizó los bienes comunes y empresas públicas sin mayor resistencia social,
sino que se neoliberalizó el sentido común peruano. En los colegios se anularon
las asignaturas de filosofía o todo lo que estimule al pensamiento crítico y
les hicieron creer a los niños que “de mayores todos/as llegarían a ser
empresarios exitosos del libre mercado”.
Mientras instalaban
este falso horizonte utópico en el sentido común peruano, la oligarquía
nacional (mediante sus centros de investigación cualificados, sus
espectaculares medios corporativos de desinformación, sus iglesias y sus
universidades) afianzó en el peruano promedio el odio a todo lo que suene o
represente “izquierda social o izquierda política”. Al grado que las mismas
izquierdas peruanas se neoliberalizaron y, ahora, tienen miedo de plantear
abiertamente la nacionalización de los bienes y servicios privatizados, o el
fortalecimiento del Estado mediante empresas públicas.
El experimento
neoliberal peruano es prácticamente un panóptico donde la implacable
gendarmería neoliberal tiene bajo control los miedos y deseos individuales y
colectivos de la gente para evitar cualquier posibilidad de pensar o impulsar
procesos de cambios trascendentales.
Por eso, la “izquierda
política” que, en este caos, tiene grandes posibilidades de llegar al poder,
confiesa públicamente y por anticipado ser contrario al gobierno dictatorial de
la hermana República Bolivariana de Venezuela. Promete continuar con las
inmorales políticas económicas neoliberales. Salvar empresas privadas con
fondos públicos.
La reforma
constitucional que prometen, es prácticamente un eslogan electoral para ganar
votos. Triste y dura realidad en un país empobrecido y saqueado pero ilusionado
en convertir a sus 32 millones de habitantes en 32 millones de exitosos
empresarios privados.
Pero en este país
laboratorio para posteriores estudios psicosociales, aparece un fenómeno
electoral que la oligarquía criolla peruana y sus medios de desinformación
peruana no pueden ocultar. Es el fenómeno Pedro Castillo
Castillo, un campesino,
dirigente magisterial, profesor rural de primaria, desde las profundidades de
Los Andes, desafía a la ética y estética neoliberal del Perú con su sola
presencia campesina en un Perú espectacular y farandulera.
Con el sombrero puesto
y lápiz en mano recorre el país, incluso derrotando al COVID19, llenando de
multitudes plazas y calles con las y los sobrevivientes “indeseados” del
sistema neoliberal, proclamando el eslogan de: “No más pobres en un país rico”.
Pedro Castillo, con su
acento y lógica andina, propone nacionalizar los bienes privatizados,
fortalecer el Estado mediante empresas públicas, concertar una nueva
Constitución Política para reorganizar las instituciones estatales, emprender
una educación universal para el pensamiento crítico…
No sabemos exactamente
cuántos peruanos/as se sentirán identificadas/interpeladas con la “actitud de
Pedro Castillo”. Lo que sí es cierto es que su sola presencia disruptiva en la
apática coyuntura electoral peruana es ya un gran logro para la esperanza de
cambios estructurales en el país.
Nadie asegura que las
propuestas planteadas por Castillo sean factibles en su totalidad. Lo único
cierto es que el Perú, producto de los 30 años de neoliberalismo continuo, es
un mendigo iluso que hasta perdió “el banco de oro” en el estaba sentado
esperando convertirse un día en el semillero empresarial.
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