Foto proporcionada por Análisis a Fondo
· Diez
meses de pandemia
· ¿Somos
más solidarios?
Por Francisco Gómez
Maza
Todo el sufrimiento, la
incertidumbre, que hemos experimentado en estos diez meses de pandemia, por
quienes sufren la enfermedad, o se han marchado a la eternidad sin despedirse
(familiares, amigos, compañeros), era como para que hoy fuéramos más generosos,
más solidarios, más amorosos, más empáticos porque, presumiblemente, ya sabemos
más del dolor que produce la enfermedad y de la desolación en que nos deja la
muerte de un ser querido.
Después de tantas
experiencias personales dolorosas, ya deberíamos conocer el verdadero valor de
la vida, del ciclo de la vida humana, que nace, crece y muere.
Debería ser, la muerte,
tan natural como el nacimiento, cuando en realidad comenzamos a morir diariamente,
lentamente a través de los pocos años de una vida. Deberíamos ya saber que la
muerte es a la vida como la cara oculta de la Luna.
Sin embargo, nuestras
actitudes –el egoísmo, el egocentrismo, el discurso de odio cotidiano-, nos
están mostrando que no hemos aprendido a ser mejores, mejores de lo que éramos
antes de que la pandemia se convirtiera en dolor colectivo. Y eso que no
habíamos vivido dolores tan intensos y la muerte que produce el virus
SARS-Cov-2.
Estamos, los seres
humanos, al borde de un abismo cuya profundidad ni siquiera podemos imaginar y
que nos doblega, muchas veces hasta la muerte. Pero no nos damos cuenta.
Cuando vemos atrás, en
el tiempo, nos encontramos con nuestro propio rostro, acicalándose e inventando
cómo evadir la enfermedad, pero aún ni siquiera podemos imaginamos que o nos
salvamos todos juntos, o morimos solos.
Estamos insertados en
la sociedad del egoísmo; no podemos participar afectivamente en el sufrimiento,
el dolor o la felicidad de los demás; no tenemos empatía; lo único que se nos
ocurre comentar, cuando alguien cercano muere, es “que en paz descanse”, “que
Dios lo reciba en su gloria”, “que la luz ilumine su camino”, frases hechas,
frases de cartelera; no tenemos la disposición, no de abrazar con los brazos ni
de besar con los labios a la persona sufriente, sino de abrazar y besar con el
alma, con una mirada, con una sonrisa, que llene de felicidad al otro o, por lo
mucho, que le haga olvidar por unos momentos el dolor de no poder respirar
libremente en su lecho de intubado.
Muchos ensordecemos por
el ruido que ocasiona el odio vestido de análisis político, o de crítica
política, o de opiniones insulsas, producto del odio. O, abiertamente, de
intentos cotidianos de acabar con el que consideramos nuestro enemigo, porque
no piensa ni opina como nosotros.
Estas actitudes
negativas nos fulminan, nos anulan, nos cierran el paso hacia la libertad
interior, que da felicidad a los demás y, por consiguiente, que nos da
felicidad a nosotros. Pero qué digo, si ni siquiera sabemos qué es la libertad,
menos la libertad interior.
Es una pena que no
permitamos que nos lleven de la mano los vientos de libertad; nuestras
emociones y sentimientos verdaderos, esos que nos reclaman sentir con los
demás, padecer con los demás, ser solidarios, ser apoyo, comprender a los
demás, participar afectivamente en la realidad de quienes nos rodean. Muchos
están enfermos de muerte y no podemos brindarles tan solo una sonrisa que los
aliente a luchar por la vida. Ser empáticos.
Lamentable, pero
cierto. No hemos aprendido mucho de la vida y de la muerte. No hemos aprendido
mucho del dolor que produce la covid-19. Dolores muy intensos. Lamentablemente,
no somos mejores que antes de la pandemia. Pero todavía tenemos tiempo de
lograrlo.
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