El patético espectáculo del Capitolio deja una lección: no hay democracia inmune.
Lo sucedido en Washington deja una valiosa lección de humildad.
Por Carolína
Vásquez Araya
Lo
experimentado por los miembros del Senado en Estados Unidos ha sido una muestra
breve e ilustrativa de lo provocado por esa poderosa nación en otro alrededor
del mundo. Convencidos de poseer una democracia a prueba de balas
–literalmente- y de constituir un ejemplo de institucionalidad incorruptible
ante el resto de la comunidad internacional, a los gobernantes de ese país –sin
excepción- no les ha temblado el puño para desestabilizar democracias en otras
latitudes bajo el pretexto de eliminar los riesgos de una posible
independización de otros Estados, en términos económicos y políticos.
Dura
lección para quienes han invadido otros territorios con una bandera que hoy
lleva la mancha del extremismo doméstico. Lo que en estos días aprendieron los
parlamentarios es el valor de la estabilidad, del diálogo y de la correcta
aplicación de las leyes, tanto para su país como para el resto del planeta.
Solo falta que lo apliquen. Las expresiones de incredulidad ante la violenta
batida de las huestes de Trump dentro del “sagrado” recinto del Capitolio, han
de tener más de una lectura. Para empezar, las instancias políticas de ese país
han sido confrontadas con la fragilidad de un sistema considerado
indestructible y, luego, con el hecho de constatar la fuerza de un sector de la
sociedad que no cree en la democracia.
Los
partidarios del presidente Trump, un maníaco hinchado de poder, no son solo
esos cientos de manifestantes que invadieron el Capitolio para amenazar a los
senadores y destruir todo a su paso. No. También están los millones de votantes
que favorecieron a uno de los presidentes más cuestionados, no solo por su
tendencia fascista sino por su personalidad megalomaníaca y abiertamente
racista. Es decir, casi la mitad de los votantes apoya las políticas de un
individuo cuya inestabilidad psicológica ha llevado a una división profunda a
nivel nacional.
El
lamentable espectáculo transmitido en directo desde Washington debería servir
como piedra angular de un cambio sustancial en la política exterior
estadounidense. Aquello considerado una muestra inaudita de atentado contra la
integridad institucional, equivale a las innumerables tácticas de rompimiento
del orden constitucional perpetradas por el Departamento de Estado y sus
agencias de inteligencia en países del tercer y cuarto mundos, las cuales han
jalonado la historia de sus relaciones internacionales destruyendo gravemente
las oportunidades de desarrollo de esas naciones.
Lo sucedido
en Washington con el vandalismo de los grupos afines a Trump choca de frente
contra esa especie de ingenuidad colectiva que considera los valores
democráticos como verdades estampadas en piedra. La verdad es que no hay
democracia capaz de resistir el embate de la violencia extremista y menos
cuando esta es propiciada desde el centro del poder. La democracia es un
proceso, un camino que se abre y se consolida con acciones positivas, no un
ideario abstracto. La democracia se funda en el respeto por el derecho de los
demás y en la estricta aplicación de las leyes, sin excepciones.
Quizás a
partir de ahora se produzca en la clase gobernante estadounidense un necesario
y profundo cambio de perspectiva sobre sus políticas y acciones en otros
países. Las naciones en desarrollo necesitan espacio para respirar y crecer,
política y económicamente; de eso depende la consolidación de democracias
débiles y vulnerables, las cuales hasta ahora viven en la dependencia y la
sumisión, sumidas en la pobreza, la corrupción y el caos institucional.
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