Una cadena
de decepciones desemboca, sin remedio, en la aceptación del fracaso.
Vemos con
indiferencia la miseria de otros, como algo natural.
Por Carolína
Vásquez Araya
El año
viene cargado de incógnitas. Aun cuando el cambio de dígito no refleja más que
una necesidad de orden en el tiempo y una referencia para medir algo tan etéreo
como nuestro viaje por la vida, solemos usarlo como parámetro de reinicio. Cada
doce meses nos enfocamos en un listado hipotético de prioridades, realización
de lo postergado y un verdadero torrente de buenos deseos. Sin embargo, lo más
importante: aquello que marca nuestro paso por el planeta en forma de aportes
sustanciales a la calidad de vida –propia y de los demás- queda siempre
relegado, porque somos incapaces de enfrentar la necesidad del cambio
fundamental: el nuestro.
¿En dónde
hemos contribuido –en estos países abandonados por la justicia y la equidad- a
crear sociedades más solidarias y humanas? Aceptamos como inevitable todos los
vicios y delitos de un sistema cuya principal característica es la explotación
de unos para beneficio de otros. Toleramos -sin que siquiera se nos arrugue el
ceño- la limpieza social a base del sacrificio de millones de seres humanos
sumidos en la miseria y el abandono. Toleramos el asesinato selectivo de
líderes indígenas, activistas sociales y ambientales, comunidades que luchan
por su derecho a la vida; la constante agresión contra niños, niñas y mujeres
sometidas al maltrato y la violencia, víctimas de trata, de abuso sexual y
femicidio.
Nos hemos
resignado a elevar, como si fueran auténticos líderes, a individuos corruptos
cuyo único mérito es haberse vendido a empresarios corruptos para transformar a
nuestras instituciones en centros para el enriquecimiento ilícito y la
destrucción de los valores que alguna vez existieron. Mientras tanto, la
riqueza inacabable de nuestras naciones, en lugar de convertirse en escuelas,
universidades, sistemas de salud pública de primer mundo, garantías de
seguridad ciudadana, infraestructura para el desarrollo, ha ido a parar a
cuentas bancarias y caletas escondidas, a lujos ofensivos en medio de tanta
pobreza.
Toleramos,
como si fuera lo más natural del mundo (o lo más inevitable) el circo de las
campañas políticas financiadas por la droga y los dineros robados por la casta
empresarial a los fondos públicos. Sobornos a políticos, jueces y magistrados
son moneda corriente y ¡claro!… observamos con falsa indignación los entresijos
del quehacer parlamentario, en donde nuestros derechos tienen precio, pero no
valor. Somos estrictos e intolerantes con quienes se atreven a desafiar el
marco de principios predefinidos por las organizaciones religiosas, pero
incapaces de cuestionarlos y confrontarlos con los derechos humanos
fundamentales, violados de forma consuetudinaria por esas mismas
doctrinas.
La
resignación no es válida cuando somos capaces de ver, sin estremecernos, el
desfile de niños, niñas y mujeres retratados en las alertas de personas
desaparecidas. Cuando podemos seguir habitando nuestra burbuja de comodidad,
aunque muchas de ellas sean halladas asesinadas, con señales de violación y
tortura. Cuando muchas terminan como material comercial en prostíbulos y
víctimas de trabajos forzados. ¿Qué esperamos del año, después de todo? ¿O será
que acaso el año espera de nosotros una pizca más de conciencia? ¿Un poquito de
saludable rebeldía y la decisión –finalmente- de contribuir a un cambio radical
del estatus? No deseo para nadie un feliz año nuevo, sino uno de esfuerzo.
Deseo, en cambio, el inicio de una revolución personal capaz de desembocar en
la construcción de una sociedad más humana, equitativa y capaz de reinventarse
sobre la base de la justicia.
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