El factor común del drama humano centroamericano es la corrupción y la miseria.
Los migrantes somos todos,
más temprano o más tarde.
Por Carolína Vásquez
Araya
La muerte de Yesmín,
una niña guatemalteca de 2 años afectada desde su gestación por la desnutrición
presente en más de la mitad de la población de ese país es solo un caso más
entre millones de niñas y niños cuyo destino se rifa a diario en negocios turbios
y crímenes de Estado perpetrados por políticos, empresarios y organizaciones
criminales, cuyo poder se consolida gracias a un sistema de administración de
justicia corrupto y complaciente.
Yesmín pudo ser una de
las niñas de la caravana de migrantes que huye de Honduras por las mismas
razones que a ella la condenaron a muerte: una pobreza endémica, falta de
oportunidades de trabajo, impunidad, abuso de poder y el abandono del Estado en
toda la red de servicios públicos. Yesmín fue una víctima, entre millones, cuyo
paso por la vida estaba marcado por las carencias comunes al subdesarrollo:
ausencia de infraestructura sanitaria, saqueo del patrimonio nacional y toda
clase de delitos relacionados con el manejo de la cosa pública. Es decir, el
estilo de gobierno de países como Guatemala y Honduras, cuyas banderas figuran
en las gráficas de los indicadores de desarrollo humano como las peor situadas.
Guatemala y Honduras
son países hermanos. Pero esa hermandad de los pueblos se manifiesta, en los
gobiernos, por medio de la complicidad criminal para acabar con la democracia,
fortalecer el poder de las organizaciones criminales que alimentan las caletas
de militares, políticos y empresarios, permitir el despojo abierto y sin
disimulo de la riqueza natural -operado por los grandes consorcios nacionales e
internacionales- e ignorar de manera sistemática los reclamos de la población,
aplicando en su contra todo el aparato represivo, paradójicamente financiado
por quienes reciben los golpes.
Las escenas de la
caravana de migrantes hondureños que atraviesa Guatemala en su ruta hacia
Estados Unidos, dejan claro cómo los gobiernos de estos dos países se
confabulan para hacerle el favor al imperio. Sometidos a las órdenes del
Departamento de Estado y su exigencia de detener a los migrantes, arremeten con
todo su arsenal –policíaco y militar- en contra de familias enteras que solo
buscan una oportunidad de vida más allá de sus fronteras. Las escenas son
estremecedoras y ponen de manifiesto que las leyes internacionales, para estos
gobiernos, valen tanto como las locales violadas a diario.
En la página de la OEA
se puede leer lo siguiente: “Todos los migrantes, en virtud de su dignidad
humana, están protegidos por el derecho internacional de los derechos humanos,
sin discriminación, en condiciones de igualdad con los ciudadanos, independientemente
de su situación administrativa o de su condición. Sin embargo, a pesar del
marco jurídico existente, los migrantes en todo el mundo siguen sufriendo
abusos, explotación y violencia.” Entonces, es pertinente preguntarles a los
directivos de esa organización, cuya reputación sigue manchada por acciones a
favor de los golpes de Estado, cómo es posible su indiferencia ante la
violencia ejercida por las fuerzas armadas guatemaltecas en contra de una
caravana pacífica a la cual, en lugar de darle palos, hay que darle apoyo.
Asimismo, el trato
prodigado por los medios de comunicación a este sensible tema debe estar en
concordancia con ese postulado, y abstenerse de alimentar juicios basados en la
discriminación y la xenofobia tan propios de una opinión pública insensible a
la tragedia de los más pobres, como suele suceder. Los “migrantes” somos todos,
más temprano o más tarde. El derecho de emigrar es un derecho humano consagrado
por las leyes internacionales y es de humanos respetarlo.
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