La
historia nos ha enseñado la amarga verdad: el cuerpo femenino como un bien
colectivo.
El
temor por el poder femenino es el mayor de los obstáculos.
Por Carolína Vásquez Araya
En
días recientes Dawn Wooten, enfermera estadounidense, ha denunciado la
práctica de esterilizaciones forzadas practicadas contra mujeres migrantes en
el centro de detención del condado de Irwin, Georgia. Sus alegatos han
levantado polvo: por un lado, acusaciones de quienes intentan desacreditar a la
denunciante y, por otro, la exigencia –desde altas instancias en la Cámara de
Representantes- de profundas y extensas investigaciones sobre estas posibles
violaciones contra los derechos humanos de las víctimas.
Las
esterilizaciones forzadas en los cuerpos de mujeres indígenas o de las capas
más pobres de los países latinoamericanos y africanos no es novedad alguna. En
la década de los años 60, los Cuerpos de Paz estadounidense actuaron como
misioneros para imponer por la fuerza el control demográfico en nuestro
continente, con la graciosa anuencia de los gobiernos locales. Esa práctica de
una crueldad inaudita nunca mereció juicios ni condenas y las mujeres castradas
de manera tan salvaje como injusta tampoco recibieron reparación alguna.
La
perspectiva oficial generada desde los ámbitos políticos en relación con los
derechos de las mujeres sobre su cuerpo, no ha cambiado. Las asambleas
legislativas dominadas por el pensamiento hegemónico de una masculinidad mal
entendida siguen imponiendo su agenda cargada de restricciones sobre más de la
mitad de la población; y, de ese modo, se impide el ejercicio de ese derecho
mediante castigos extremos. En la mayoría de nuestros países se condena a
mujeres, niñas y adolescentes que buscan asistencia sanitaria para interrumpir
embarazos o, simplemente, cuando se presentan en los hospitales con emergencias
obstétricas. Es decir, se les veda no solo el derecho de recibir atención sino
también de optar por una solución humanitaria a su situación crítica.
Las
mujeres, por el hecho de haber nacido como tales, son así declaradas un bien
público por sociedades regidas bajo códigos estrictamente patriarcales. Ya
avanzado el siglo veintiuno se perciben retrocesos aberrantes en la perspectiva
de género, como por ejemplo en Francia, en donde han comenzado a agredir en las
calles a jóvenes mujeres por vestir falda. Actos de extremo salvajismo en un país
supuestamente igualitario, avanzado, culto y en donde paradójicamente nació el
pensamiento fundamental que consagra los derechos de la ciudadanía: Libertad,
Igualdad, Fraternidad.
El
retorno a prácticas misóginas en países que habían logrado superar esas
barreras, dicen mucho de cómo ha persistido, a través de los siglos, esa super
valoración de la masculinidad contra la visión de un sexo femenino asociado a
la sumisión, la obediencia, la inferioridad y la función subordinada de aportar
su cuerpo como instrumento de beneficio social por medio de la reproducción
controlada. Los movimientos feministas han alcanzado grandes avances en
términos prácticos, pero ni siquiera han llegado a rozar el núcleo mismo del
sistema, cuya principal característica es un profundo temor al poder de las
mujeres en ámbitos tradicionalmente masculinos como la política, la economía y
la justicia.
Las
mujeres gozan de iguales derechos y responsabilidades, de acuerdo con tratados
y convenciones de efecto obligatorio. Sin embargo, derribar las barreras
opuestas a su pleno desarrollo es todavía un tema pendiente que impide la
evolución de la sociedad hacia estadios superiores de convivencia y, para ello,
será necesario derribar los marcos valóricos obsoletos que nos rigen. A partir de
ahí, comenzar de nuevo con una plataforma igualitaria, justa y de mutuo
respeto.
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