Por Atilio
Borón
Hay fechas
que marcan hitos imborrables en la historia de Nuestra América. Hoy, 4 de septiembre,
es uno de esos días. Como el 1º de enero de 1959, triunfo de la Revolución
Cubana; o el 13 de abril del 2002, cuando el pueblo venezolano salió a las
calles y reinstaló en el Palacio de Miraflores a un Hugo Chávez prisionero de
los golpistas; o el 17 de octubre de 1945, cuando las masas populares
argentinas lograron la liberación del coronel Perón y comenzaban a escribir una
nueva página en la historia nacional.
La de hoy,
objeto de este escrito, se encuadra en esa selecta categoría de acontecimientos
épicos de Latinoamérica. En 1970 Salvador Allende se imponía en las
elecciones presidenciales chilenas, obteniendo la primera minoría y derrotando
al candidato de la derecha, Jorge Alessandri y relegando al tercer lugar a
Radomiro Tomic, de la Democracia Cristiana.
La de 1970
fue la cuarta elección presidencial en la cual competía Allende: en 1952 había
hecho su primera incursión cosechando poco más del 5 por ciento de los
sufragios, muy lejos del ganador, Carlos Ibáñez del Campo, que se alzó con casi
el 47 por ciento de los votos. No se desalentó y en 1958 como candidato
del FRAP, el Frente de Acción Popular, una alianza de los
partidos socialista y comunista recibe el 29 por ciento de los votos y estuvo
cerca de arrebatarle el triunfo a Jorge Alessandri, que recibió el 32 por
ciento de los sufragios.
Ya en ese
momento comenzaron a sonar todos los timbres de alarma en el Departamento de
Estado como lo prueba el tráfico creciente de memoranda y telegramas relacionados
con Allende y el futuro de Chile que saturaba los canales de comunicación entre
Santiago y Washington. El triunfo de la Revolución Cubana proyectó al FRAP como
una inesperada amenaza no sólo para Chile sino para la región porque Salvador
Allende aparecía ante los ojos de los altos funcionarios de Washington –la Casa
Blanca, el Departamento de Estado y la CIA- como un “extremista de izquierda”
no diferente a Fidel Castro y tan lesivo para los intereses de Estados Unidos
como el cubano.
A medida
que se acercaba la fecha de las cruciales elecciones presidenciales de 1964 el
involucramiento de Estados Unidos en la política de Chile se acentuó
exponencialmente. Informes previos de varias misiones que visitaron ese país
coincidían en que existía en la opinión pública una preocupante ambivalencia:
una cierta admiración por el “modo americano de vida” y reconocimiento del
papel cumplido por las empresas de Estados Unidos radicadas en Chile. Pero al
mismo tiempo notaban, debajo de esta aparente simpatía, una hostilidad latente
que, unida a la marcada popularidad que gozaban Fidel Castro y la
Revolución Cubana, podría embarcar al país sudamericano por una senda
revolucionaria que Washington no estaba dispuesto a tolerar.
Por eso el
apoyo a la candidatura de la Democracia Cristiana fue descarado, torrencial y
multifacético. No sólo en términos financieros (para apoyar a la campaña de
Eduardo Frei) sino también diplomáticos, culturales y comunicacionales,
apelando a los peores ardides de la propaganda para estigmatizar a Allende y el
FRAP y ensalzar al futuro gobierno demócrata cristiano como una esperanzadora
“Revolución en Libertad”, por contraposición al tan odiado (por Washington,
obvio) proceso revolucionario cubano.
Un
memorándum enviado por Gordon Chase a Mc. George
Bundy, Consejero de Seguridad Nacional del presidente Lyndon B.
Johnson y fechado el 19 de marzo de 1964, revela la intranquilidad
que despertaba en Washington la próxima elección presidencial
chilena. Chase planteaba que en esa coyuntura se abrían cuatro posibles
escenarios: a) una derrota de Allende; b) una victoria del candidato del FRAP
pero sin lograr la mayoría absoluta, lo cual permitiría maniobrar en el
Congreso Pleno para elegir a Frei; c) Allende podría ser derrocado por un golpe
militar, pero esto tendría que ocurrir antes que asumiera el gobierno porque
después sería mucho más difícil; d) victoria de Allende.
Ante esta
infortunada contingencia, escribía Chase, “estaríamos en problemas porque
nacionalizaría las minas del cobre y se plegaría al bloque soviético buscando
ayuda económica” y concluía que “debemos hacer todo lo posible para conseguir
que la gente respalde a Frei”. De hecho, es lo que Estados Unidos hizo y se
concretó la ansiada victoria de Frei (56 por ciento de los votos) sobre
Allende, que pese a la “campaña de terror” de la que fue víctima cosechó un 39
por ciento de los sufragios.
La victoria
de la democracia cristiana fue saludada en Washington con gran alivio y como un
golpe definitivo no sólo contra Allende y sus compañeros sino como la
ratificación del aislamiento continental de la Revolución Cubana. Pero la
tan alabada “Revolución en Libertad” terminó en un fracaso rotundo y dejando el
Palacio de La Moneda con un saldo de poco más de treinta militantes o
manifestantes populares acribillados por las fuerzas de seguridad. Fracaso
económico, frustración política, retroceso en la batalla cultural al punto tal
que el propio candidato de la continuidad oficialista, Radomiro Tomic, tuvo que
saltar al ruedo electoral enarbolando la consigna de una “vía no capitalista al
desarrollo” para contrarrestar la creciente adhesión que las propuestas
socialistas de la Unidad Popular ejercían sobre el electorado chileno y captar
parte de quienes podrían volcarse a favor de la Unidad Popular en la contienda
del 4 de septiembre.
Pero en
este cuarto intento los resultados le sonrieron a Allende, quien pese a la
fenomenal campaña de desprestigio y difamaciones lanzada en su contra logró
prevalecer, aunque muy ajustadamente, sobre el candidato de la derecha Jorge
Alessandri: 36.2 por ciento de los votos contra 34.9 de su contendor. Todo
quedaba ahora en manos del Congreso Pleno, porque al no haberse logrado una
mayoría absoluta debía expedirse eligiendo entre los dos candidatos que
obtuvieron la mayor cantidad de votos.
Las
alternativas manejadas por Washington eran las que Chase había concebido para
la elección anterior, y con el triunfo de Allende ahora sólo quedaban dos
cartas sobre la mesa: el golpe militar preventivo, de ahí el asesinato del
general constitucionalista René Schneider, o manipular a los legisladores del
Congreso Pleno (apelando a la persuasión y, en caso de que ésta no arrojase
buenos resultados, al soborno y la extorsión) para que rompieran la tradición y
designaran a Alessandri como presidente.
Ambos
planes fracasaron y el 4 de noviembre de 1970 el candidato de la Unidad Popular
asumía la presidencia de la república. Se consagraba, así como el primer
presidente marxista elegido en el marco de la democracia burguesa y el primero
en intentar avanzar en la construcción del socialismo mediante una vía
pacífica, proyecto que fue violentamente saboteado y destruido por el
imperialismo y sus peones locales.
Pese a
estos enormes obstáculos el inacabado gobierno de Allende abrió una brecha
que luego, treinta años más tarde, otros comenzarían a transitar. Era un
gobierno asediado desde antes de ingresar a La Moneda, debiendo enfrentar
un ataque brutal de “la embajada” y sus infames aliados locales: toda la
derecha, la vieja y la nueva (la Democracia Cristiana), las corporaciones
empresariales, las grandes empresas y sus medios de comunicación, la jerarquía
eclesiástica y un sector de las capas medias, víctimas indefensas ante un
terrorismo mediático que no tenía precedentes en Latinoamérica. Pese a
ello pudo avanzar significativamente en el fortalecimiento de la intervención
estatal y la planificación de la economía.
Logró
estatizar el cobre mediante una ley aprobada casi sin oposición en el Congreso
poniendo fin al fenomenal saqueo que practicaban las empresas estadounidenses
con el consentimiento de los gobiernos precedentes. Por ejemplo, con una
inversión inicial de unos 30 millones de dólares al cabo de 42 años la Anaconda
y la Kennecott remitieron al exterior utilidades superiores a los 4.000
millones de dólares. ¡Un escándalo! También puso bajo control estatal al
carbón, el salitre y el hierro, recuperando la estratégica acería de
Huachipato; aceleró la reforma agraria otorgando tierras a unos 200.000
campesinos en casi 4.500 predios y nacionalizó la casi la totalidad del sistema
financiero, la banca privada y los seguros, adquiriendo en condiciones
ventajosas para su país la mayoría accionaria de sus principales componentes.
También
nacionalizó a la corrupta International Telegraph and
Telephone (IT&T), que detentaba el monopolio de las comunicaciones y
que antes de la elección de Allende había organizado y financiado, junto a la
CIA, una campaña terrorista para frustrar la toma de posesión del
presidente socialista. Estas políticas fructificaron en la creación de un
“área de propiedad social” en donde las principales empresas que condicionaban
el desarrollo económico y social de Chile (como el comercio exterior, la
producción y distribución de energía eléctrica; el transporte ferroviario,
aéreo y marítimo; las comunicaciones; la producción, refinación y distribución
del petróleo y sus derivados; la siderurgia, el cemento, la petroquímica y
química pesada, la celulosa y el papel) pasaron a estar controladas o al menos
fuertemente reguladas por el estado.
Todas estas
impresionantes conquistas fueron de la mano de un programa alimentario, donde
sobresalía la distribución de medio litro de leche para los niños. Promovió la
salud y la educación en todos sus niveles, democratizó el acceso a la
universidad y puso en marcha a través de una editorial del estado, Quimantú, un
ambicioso programa cultural que se tradujo, entre otras cosas, en la
publicación de millones de libros que se distribuían gratuitamente o a precios
irrisorios.
Con su obra
de gobierno y heroico sacrificio Allende heredó a los pueblos de Nuestra
América un legado extraordinario, sin el cual es imposible comprender el camino
que a finales del siglo pasado comenzarían a recorrer los pueblos de estas
latitudes y que culminara con la derrota del principal proyecto
geopolítico y estratégico de Estados Unidos para la región, el ALCA, en Mar del
Plata en el año 2005.
Allende
fue, por lo tanto, el gran precursor del ciclo progresista y de izquierda que
conmovió a Latinoamérica a comienzos de este siglo. Fue también un
antiimperialista sin fisuras y un amigo incondicional de Fidel, del Che y la
Revolución Cubana cuando tal cosa equivalía a un suicidio político y lo
convertía carne de cañón para el sicariato mediático teledirigido desde Estados
Unidos.
Pero
Allende, un hombre de una integridad personal y política ejemplares, se
sobrepuso a tan adversas condiciones y abrió esa brecha que conduciría a las
“grandes alamedas” por donde marcharían las mujeres y hombres libres de Nuestra
América, pagando con su vida su lealtad a las grandes banderas del socialismo,
la democracia y el antiimperialismo. Hoy, al celebrarse los 50 años de
aquella victoria merece que lo recordemos con la gratitud que se les debe a los
padres fundadores de la Patria Grande y a quienes inauguraron la nueva
etapa que conduce hacia la Segunda y Definitiva Independencia de nuestros
pueblos.
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