Por Ilka Oliva Corado
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Vamos bebé, le dice la mujer silvestre a su bicicleta mientras la sube a su carro y va camino hacia el bosque. Tiene la suerte de vivir en un lugar en donde abundan los arboledas con senderos para pasear en bicicleta, a caballo, salir a correr o a caminar. Esas florestas como pequeños pulmones que dan respiro a las ciudades que forman la gran urbe en donde vive.
Su bicicleta es uno de
sus grandes amores, la cuida tanto, como a un bebé. Quiere a su bicicleta no
como algo material, no como un objeto, la quiere porque esa bicicleta tiene
alma, dice que como los árboles, los ríos, las aves y el
viento. Y solo los seres con alma la atraen.
La mañana está fría, la
mujer silvestre se ha vestido con la ropa para practicar deportes en otoño
aunque todavía sea verano. Le fascina la bruma del amanecer y entre más
temprano sea más disfruta de la alborada. Cuerpo, mente, alma y
espíritu, repite mientras baja su bicicleta del carro. Estira un
poco los músculos mientras observa la tranquilidad de las
aguas del río. Respira. Qué placer de la vida, dice hacia sus adentros y se
lanza a la aventura de disfrutar su paseo en bicicleta. Todo el
sendero acompaña la orilla del río.
Observa
que algunos arces comienzan a cambiar sus tonalidades verdes
por las ocres y rojizas, el bosque se ha poblado de patos y ardillas que en la
época fría abundan. Vamos bebé, le dice a su bicicleta y la acaricia iniciando
su viaje por el sendero de terracería que está colmado de
flores de la temporada que junto al zacate de tallos largos embellecen el
paisaje.
En su recorrido va
encontrando personas que caminan con sus perros, algunas que van a caballo, ve
a un hombre que desayuna plácidamente un pan y un café porque seguramente ya
terminó su recorrido en bicicleta, madrugó más que ella. Parejas de amigas,
mujeres mayores que caminan a un ritmo compartido mientras conversan, grupos de
ciclistas uniformados que seguramente pertenecen a algún club, familias enteras
en donde hasta los abuelos van en bicicleta y los infaltables senderistas que
llevan sus bastones de caminata.
A la orilla del río
observa a los pescadores que puntualmente atienden a la cita, padres con sus
hijos que les están enseñando a pescar, otros solitarios que comulgan con el
ritual en silencio y grupos de amigos que mientras esperan a que los peces
muerdan el anzuelo, conversan plácidamente sentados sobre la hierba mientras el
sol va calentando poco a poco.
Los corredores
solitarios, mayores, con cientos de kilómetros en los tendones y en la piel,
van al trote, ellos ya tienen un ritmo específico y no se cuecen al primer
hervor. Y los corredores jóvenes que quieren comerse el sendero a la velocidad
de la luz, adelante paran a tomar aire y a descansar porque se
quemaron muy pronto. La mujer silvestre los observa y pasa con su bicicleta,
también lleva su ritmo porque a ella siempre le ha gustado disfrutar
el paisaje.
La mujer silvestre nunca
pudo hacer las cosas en grupo, pertenecer a grupos, hacer las cosas en manada,
nunca pudo tomar clases de aeróbicos en el gimnasio porque le cuesta seguir los
patrones de los otros, ir a donde van los otros y; no podría tampoco ser parte
de un club de ciclismo porque no podría acostumbrarse a la mirada de otros, ir
al paso de otros, que otros le dirijan el paso, el ritmo, no, no podría. Ella
siempre ha sido solitaria, solitaria se detiene a descansar cuando gusta,
observa lo que desea observar durante el tiempo que quiera sin que nadie la
esté apresurando o dictando las paradas de descanso ni acelerando el
ritmo.
Los ciclistas solitarios
siempre le llaman la atención, hay algo puntual en las personas solitarias
que la atraen. Las que corren solas, caminan solas, están sentadas
en las bancas solas, las que pescan solas, y salen de sus silencios para
saludarse cuando pasan otros a la par ya sean ciclistas, corredores o
senderistas. Es la magia del bosque, todos se saludan, si un ciclista se
detiene pasan los otros preguntando si todo está bien o si necesita ayuda,
siempre avisan por qué lado van a pasar. A tu derecha, a tu izquierda, escucha
la mujer silvestre que le gritan desde atrás, cuando se acerca algún ciclista y
la va a rebasar. Buen día, adiós, hola, hasta luego, buen paseo, hermosa
mañana, son algunas de las frases con las que se saludan las personas que va
encontrando en el camino.
No podría utilizar
audífonos e ir escuchando música mientras pedalea, para ella es vital escuchar
el sonido del bosque, convivir con él, con sus aves, con sus árboles, con la
música propia de la naturaleza. Y respirar, respirar y respirar el aire puro que
es el abrazo de los árboles.
Después de haber
pedaleado durante algunas horas y haberse detenido a observar el agua mansa del
río, de haberse deleitado con la música de las aves y de las hojas de los
árboles, del olor a zacate y tierra mojada, a monte fresco, a alborada, la
mujer silvestre termina su paseo por el bosque, al que vuelve constantemente
porque es el bosque y el amor de la naturaleza los que dan abrigo a la rareza
de la mujer montuna.
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