Por Ilka Oliva Corado
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Todo eso se va
diluyendo con los años como una pintura a témpera que recibe el sol todos los
días y palidece hasta que sus tonalidades se vuelven macilentas, eso hace el
tiempo con los migrantes indocumentados que se enloquecen en el vaivén de las
ganas de salir corriendo hacia la libertad y el enorme muro de reclusión con el
que topan, que los va devorando física y emocionalmente. Para los indocumentados
no existe el retiro, aunque pagaron impuestos durante sus años laborales, no
tienen derechos laborales que les beneficie un retiro.
Disculpe, le pregunto a
uno de los jóvenes que está en una de las estanterías de frutas, ¿el señor que
siempre trabaja en aquella estantería no ha venido? Ya no viene, se cambió de
trabajo. ¿Se cambió de trabajo o se enfermó del virus? Pregunto como si el joven
fuera a contestarme la verdad o si supiera. Me dice que se jubiló, como si para
los indocumentados la jubilación existiera. Era el mayor de los que quedaban,
más bien el único, todos se fueron yendo en los últimos meses, como si la
pandemia los hubiera echado para otro lugar o desaparecido. Para un
indocumentado no existen mejores opciones laborales, es el mil usos, que al
final siempre termina recibiendo la misma paga, centavos menos, centavos más y;
terminando el día con el mismo miedo de encontrarse a la migra en el camino de
regreso a casa o a la mañana siguiente de camino al trabajo.
En el mundo de los
indocumentados es difícil tener amigos, entablar conversaciones con
desconocidos, crear lazos emocionales con otros, por la misma situación y el
miedo de ser descubiertos sin documentos y ser deportados es difícil confiar en
otros, entonces las personas se aíslan, van de la casa al trabajo y
viceversa y así pueden vivir durante décadas, tener sus familias y esos hijos
no conocer tíos ni abuelos más que en fotografías o a través de historias
contadas por sus padres, no van a casas de amiguitos o llevar una vida normal
como los que sí los tienen. Aunque claro está, hay excepciones son muy pocas
comparadas con la realidad de miles en ese encierro físico y emocional de no
tener un papel sellado que lo haga visible como ser humano. Y esto arrastra a
familias enteras. El daño psicológico que vive la otra generación, la de los
hijos que muchas veces toca a los nietos, es invisible también para el sistema,
es tan mano de obra barata como sus papás indocumentados, aunque hayan nacido
en el país. ¿Porque qué país hoy en día tiene leyes humanas para migrantes
indocumentados? Lo mismo es Chana que Juana.
Entonces como no hay
familiares, como no hay amistades cercanas, esas personas que se van
encontrando en el camino en la vida diaria se vuelven los lazos con lo que se
interactúa y muchos indocumentados logran salir de su encierro emocional. El
saludo de los buenos días en la panadería, con los trabajadores del
supermercado, en la tienda de la esquina, en la licorería, las personas que
viajan en el tren, en el bus, ese simple saludo es un mundo, abre un mundo de
luz momentáneamente, es un respiro. Una bocanada de aire puro que tal vez
alguien con papeles jamás podrá entender porque solo quien no
tiene documentos sabe lo que es vivir como indocumentado y el encierro
emocional y físico que esto conlleva.
Y son pérdidas, cada
vez que uno de estos personajes desaparece de la vida diaria, la calle se vuelve
más vacía, el supermercado tiene menos color, el viaje en autobús puede ser más
tedioso y el silencio y la soledad con los que muy pocos pueden convivir se
vuelven enormes laberintos sin salida.
Salgo del supermercado
pensando en el señor de camisa a cuadros que siempre me saludaba cuando pasaba
frente a su estantería, ¿habrá regresado a su México natal? ¿Se habrá cambiado
de trabajo o fue el virus? De cualquier manera, la estantería no será la misma,
el supermercado no es el mismo sin los que se fueron yendo, aunque uno salude a
los nuevos, a los que llegaron con toda la leche para trabajar y sueñan con
regresarse en dos años, comprar un terrenito, hacer su casita y poner un
negocio en su país de origen.
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