La pandemia
tiene efectos solapados, cuyas consecuencias se verán con el tiempo.
La
resistencia al cambio de escenario es una condición humana.
Foto ARCHIVO
Por Carolína
Vásquez Araya
Estamos
viviendo una de las etapas más extrañas de la historia reciente. Han cambiado
los conceptos de libertad, así como las reglas del juego en el ámbito personal
y en los entornos social, laboral y de entretenimiento, experimentándose un
cambio radical al cual no estamos habituados. Aquello considerado normal hace
menos de un año, hoy es visto como una conducta irresponsable contra las normas
de convivencia impuestas por un virus invisible y potencialmente mortífero.
Este nuevo marco de responsabilidad colectiva ha favorecido, por lo tanto, cambios
en la vida cotidiana y en el ambiente político, en donde la imposición de
limitaciones a la voz de la ciudadanía desde los centros de poder se ha
consolidado gracias a medidas de emergencia dictadas por los gobiernos.
Las
restricciones sociales establecidas para hacer frente a la pandemia, aun cuando
han sido necesarias para organizar las acciones sanitarias respectivas, han
creado un ambiente de incertidumbre ante el cual los derechos y libertades
individuales perdieron supremacía. Sumado a ello, los esfuerzos para contener
la propagación del virus no solo han resultado infructuosos en la mayoría de las
naciones, también han dejado en evidencia el estado deficiente de los sistemas
de salud pública y el enorme impacto de la situación en la economía de los
países. La realidad ha quitado el velo sobre las políticas públicas de los
gobiernos –sobre todo en naciones en desarrollo- cuya negligencia en la
creación de planes de protección para sus habitantes ha tenido ya un enorme
costo, no solo de vidas, sino también en la pérdida de medios de subsistencia
y, por lo tanto, de oportunidades de salir indemnes y en un plazo razonable de
la actual crisis.
Del mismo
modo como el enemigo resulta invisible, también es casi imposible percibir las
consecuencias de mediano y largo plazos, producto de una transformación tan
abrupta del escenario cotidiano. Las prioridades cambian a diario como
resultado de un ambiente incierto, en donde las grandes mayorías caminan a
ciegas sin certeza de cuál será el siguiente paso y cómo enfrentarlo. Mientras
la vida familiar intenta retomar cierto viso de normalidad, los efectos de las
restricciones se han hecho sentir en un aumento sustancial de casos de
violencia doméstica, con la cauda de agresiones sexuales contra niñas, niños y
adolescentes, femicidios y violencia económica. Los nuevos sistemas de trabajo
y estudio en línea también constituyen un giro de ciento ochenta grados en ese
entorno íntimo, no acostumbrado a la presencia constante de los integrantes del
grupo familiar.
La naturaleza
humana no parece ser capaz de soportar largos períodos de inmovilidad y
restricciones. El impulso natural lo lleva a buscar el retorno a sus costumbres
cotidianas y a desestimar todo aquello que le resulte difícil de comprender.
Eso, y la necesidad de continuar con sus actividades laborales, de estudio o de
entretenimiento han relajado sustancialmente las medidas de precaución cuyas
secuelas prolongarán la pandemia –con las fiestas de fin de año en perspectiva-
por un período de tiempo muy difícil de calcular. Los avances en la producción
de una vacuna para hacer frente a la poderosa ola de contagios del Covid19, aun
cuando ha abierto una puerta de salida a la crisis, todavía resulta
insuficiente para garantizar la protección de millones de personas en situación
de pobreza extrema, marginadas por sistemas de gobierno -como los nuestros- en
cuyas agendas los derechos humanos figuran solo como consigna del bando
enemigo.
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