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No estamos programados
para responder con inteligencia a los nuevos desafíos.
Romper el cerco nos
puede inducir a arriesgar la vida de otros.
Por Carolína Vásquez
Araya
Las guerras y el hambre
nos tienen habituados a abstraer la muerte y convertirla en cifras y
estadísticas carentes de sentido. Preferimos observar la desgracia de otros
desde nuestro pequeño rincón y asumir que la responsabilidad es ajena –no
sabemos de quién ni cuánto- con el objetivo de no enturbiar nuestro pedazo de
mundo y sufrir lo que no nos corresponde. Pero la ola nos está tocando de cerca
y no solo por la fuerza de un cambio climático real y catastrófico, sino por
habernos transformado en piezas independientes de un mecanismo social incapaz
de funcionar como un todo.
En unos pocos días, una
parte del mundo celebrará otra Navidad y otro fin de año, rodeado de la amenaza
sanitaria más extrema a la cual nos hayamos enfrentado jamás. Sin embargo,
henos aquí planificando cómo hacerles el quite a las restricciones e ignorando
los consejos y advertencias de los expertos. Las reuniones de las próximas dos
semanas –queramos aceptarlo o no- tendrán consecuencias importantes en
letalidad y colapso de la infraestructura hospitalaria durante los próximos
meses y esta amenaza, aun cuando nos parezca una exageración, en realidad se ha
manifestado como un círculo vicioso de aperturas y restricciones desde el
inicio de la pandemia.
Los países desarrollados ya cierran sus puertas una vez más ante el incremento sostenido de contagios y decesos. En los países en desarrollo, la vulnerabilidad institucional, política y económica ha puesto en grave riesgo a las grandes masas de ciudadanos privados de asistencia social, de alimentación, de vivienda y acceso a los servicios básicos. Ahí estamos nosotros, observando desde nuestro pequeño reducto doméstico cómo se desmorona lo poco que resta de seguridad y especulamos, sin más información, sobre el efecto milagroso de una vacuna que tardará meses en llegar a cubrir a toda la población y de la cual nada nos consta.
El impulso de reunirse
con la familia en estos días quizá lleva el ingrediente –consciente o no- de
celebrar lo que podría ser una última ocasión. En el fondo, sabemos que la
amenaza es real, pero la fuerza de la costumbre es mucho más poderosa y nos
llevará a desafiar al destino asumiendo tanto un riesgo personal como ajeno, ya
que nuestros padres, abuelos, hijos y nietos serán expuestos por un exceso de
sentimentalismo en una celebración que, por creer la última, con nuestra
irresponsabilidad la convertiremos precisamente en eso.
Es imperativo entender
el riesgo implícito en la ruptura del cerco. El único mecanismo comprobado
hasta ahora para detener a un virus que se extiende como mancha de aceite, es
evitar el contacto con otras personas, mantener un estricto protocolo de
limpieza y desinfección, usar una mascarilla eficaz de la manera correcta y
aceptar el hecho tan inquietante de que hemos perdido muchos de nuestros
derechos y libertades por un fenómeno imposible de comprender en toda su
magnitud. El mundo al cual estábamos acostumbrados ha cambiado y con ello
también enfrentamos un escenario totalmente desconocido. Quedémonos en casa.
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