El presidente Donald Trump fue artífice de otro indudable acto de guerra cuando asesinó con alevosía al comandante Qasem Soleimani.
Por
Juan Alberto Sánchez Marín
El
presidente Donald Trump fue artífice de otro indudable acto de guerra cuando
asesinó con alevosía al comandante Qasem Soleimani. Otro, porque Trump perpetra
contra Irán, desde que asumió el mandato, toda clase de hostilidades guerreras
en lo económico, financiero, político, cibernético, mediático, en fin.
No
entro a considerar qué significó la infausta acción de Trump en cuanto a las
intenciones de maniobra política, para desviar la atención clavada en él con el
inútil proceso de destitución en marcha, lo que logró durante un buen lapso. O
por lo que corresponde a obtener una prerrogativa electoral con miras a las
elecciones próximas, donde la balanza indica que quizás sí o quizás no sea
reelecto, y que, de continuar actuando tal cual es típico de él, como un loco
sin serlo en medio de lunáticos venidos a menos, también podría llegar a
agenciarse.
En
el distanciamiento de unas semanas me parece interesante compartir algunas
reflexiones rápidas acerca de lo que encarna para los estadounidenses el
asesinato de una persona como Soleimani, teniendo en cuenta un antecedente
particular y las contraproducentes derivaciones del suceso para una sociedad
que, en contravía de lo que hace o intenta la mayoría de los países, se
vanagloria de sus crímenes, enaltece delincuentes, justifica atrocidades, y
sopesa las masacres como justicia y las invasiones como gestas.
Está
bien, son los sucesivos Gobiernos los que han actuado de tal o cual forma. Pero
esa sociedad, en considerable proporción, aunque con estupendas excepciones de
miles (¿millones?) de vecinos, es la que elige a los mandatarios homicidas y
les cree, y la que permite que sus muchachos se embarquen en las tantas
empresas de la muerte, bien de cuerpo presente personificando a un tiempo a los
asesinos y la carne de cañón en las regiones asaltadas, bien desde las
asépticas salas de control de Nevada donde los soldaditos de plomo, que son
pilotos de mentira, se ejercitan en la consumación de crímenes de guerra (The Drone Papers)
bombardeando y ametrallando civiles de carne y hueso en Irak, Afganistán,
Siria, Paquistán, Libia, Somalia, Níger o Yemen, con sus juguetes Reaper (MQ-9)
de dieciséis
millones de dólares.
A
los primeros, es bien sabido, los devuelven en bolsas envueltas en la bandera
patria; a los segundos, el estrés postraumático no les permite probar la cena
familiar, y siguen abatiendo niños a bordo de los insomnios y las pesadillas
que han de ser el resto de sus vidas.
Hay
incumbencias que los casi sesenta y tres millones de estadounidenses que
votaron por Trump no pueden eludir, incluso, aunque el espíritu agresivo del
presidente sea opacado por el aún más belicoso del complejo industrial militar,
urgido de guerras y peripecias sangrientas por los rincones del planeta.
Claro,
nunca las hubieran sorteado los casi sesenta y seis millones de sujetos que
votaron por Hillary Clinton, conociendo su índole bélica, que los tendría
involucrados en empresas similares o, muy probablemente, peores. Pero la señora
Clinton no ganó; el señor Trump es el presidente.
Una
responsabilidad de la que tampoco son eximidos los estadounidenses por la
gracia del oscurantismo en que viven sumidos. Quien no sabe nada se traga
íntegros los embustes. Entonces, damos el salto a la margen fatal del
discernimiento social contemporáneo, en especial, del estadounidense, basado en
miedos formidables y certezas rudimentarias, y en un esquemático y dudoso
conocimiento del mundo, más sin fe de erratas al final del día. La sapiencia
equivocada que sólo orienta hacia el error repetido una y otra vez. Las malucas
historias de la Historia. Una sucesión de relatos efectistas, que hizo grande a
la nación sin que dejara por un instante de ser minúscula de corazón y en
valores.
Esa
sociedad crédula de sus medios, envuelta en las opiniones que dicen poco y
capta a medias, dándole crédito a las boberías de pueblo predestinado o elegido
o con destino manifiesto, a los nacionalismos y las supremacías y las razones
de película que esparcen las élites, no sabe nada de nada del globo y, por
consiguiente, tampoco le importa. Menos entiende lo que sus gobernantes
mercaderes hacen en él y en las andanzas desafortunadas en que la implican.
No
adivina, por supuesto, qué es Irán. Ni lo divisa ni lo intuye. Desconoce todo
de aquel territorio milenario, nadie la enteró de lo que fue esa región cuna de
civilizaciones o de lo que han sido los subsecuentes pueblos que hoy en día la
constituyen.
La
sociedad estadounidense no interpreta a los gobernantes de mentira; estos la
descodifican en electores al igual que el Estado la desgrana en contribuyentes.
Ninguno descifra al país contra el cual atentan. Unos líderes incultos
adiestrados, eso sí, en las artimañas para acumular riqueza, e inteligentes
para embolsársela con las malas artes de la guerra y las peores de la traición.
Ignoran
los ciudadanos que su Gobierno, en ese país remoto, mediante una operación
encubierta, dio el primer golpe de Estado de la Guerra Fría contra una
autoridad legítima. Los medios dominantes jamás hablaron al respecto. Un golpe
del que fueron víctimas los iraníes de aquella época, pero también los propios
estadounidenses de entonces y de ahora, que a estas alturas no se enteran de
que el legado aún lo padecen en las costosas aventuras imperialistas de sus
aparatos por Medio Oriente, en el odio que como país despiertan y en la
manipulación mediática de la que siguen siendo víctimas.
Desde
el triunfo de la Revolución, más de cuatro décadas atrás, Estados Unidos ha
atacado de manera cruel, directa e indirectamente, a la República Islámica de
Irán. Pero los ataques despiadados empezaron mucho antes, hace casi setenta
años, en 1953, con el golpe de estado contra el gobierno de Mohamad Mosadeq,
que había sido elegido democráticamente.
El
golpe se ejecutó con elementos organizados y financiados por la Agencia Central
de Inteligencia de EE.UU. (CIA, por sus siglas en inglés) y los servicios de
inteligencia secretos británicos (MI6), a través de la Operación Ajax (TPAJAX
Project), una designación que no tiene nada que ver con los legendarios héroes
griegos de nombre Áyax, ni siquiera con el despistado semidiós de Sófocles (que
se le adelantó dos mil años a don Quijote, y confundió rebaños de ovejas con
ejércitos y los despedazó), sino con el conocido producto de limpieza (Wikipedia)
que elimina gérmenes y manchas… ¡Y comunistas! De tan baja estofa era la tal
operación. Y quienes le dieron nombre lo sabían.
Un
complot que hubo de ser constatado sesenta años después en documentos
desclasificados de la agencia estadounidense (The National Security
Archive, 2013), llevado a cabo no a partir de hechos existentes, sino con
base en predicciones volátiles, a su vez asentadas en meros prejuicios de
interés.
Por
un lado, la eventual influencia del partido Tudeh (Partido de las Masas) sobre
el presidente Mosadeq, es decir, el presumible dominio comunista del país
(narrativa de la Guerra Fría). ¿Delirio de persecución? No, una persecución
delirante. “Thus, if the coup against Mossadegh was intended to prevent a
Communist takeover, it was premature at best” [Así que, si el golpe contra
Mosadeq tenía la intención de impedir una toma de posesión comunista, era
prematuro en el mejor de los casos] (Mit Press
Journals).
De
otra parte, un fundamento a la par de infundado: la conjetura de la depresión
económica que causaría el bloqueo del petróleo iraní impulsado por el Reino
Unido y su compañía, la Anglo-Iranian Oil Company (AIOC, Compañía de Petróleos
Anglo-Iraní), saqueadora de ese petróleo. Un año más tarde renombrada como
British Petroleum Company, pieza clave de la actual BP PLC. Otra larga
descripción, baste con decir que fue un asedio motivado por la negativa de la
petrolera británica a compartir los datos de sus operaciones con Irán, y, mucho
menos, dispuesta a repartir los réditos del petróleo expoliado con los
auténticos dueños.
La
idea malintencionada de que Mosadeq no sortearía la probable crisis (“narrativa
del colapso”). Irán, incapaz de sobrevivir sin el flujo petrolero
torpedeado por ellos mismos, y los Estados Unidos llamados a salvar al país y
controlar su petróleo.
En
ambos sentidos, interpretaciones nada verificables. La evidencia, más bien, de
un comportamiento que no se modifica a lo largo del tiempo. En igual país, en
dos épocas distanciadas, una muestra de la rapacidad que mueve a las
Administraciones estadounidenses y sus aliados (inglés, en 1953; mismo inglés,
más alemán y francés, árabe e israelí, en 2020), y la consecuente hipocresía
con que se conducen por el mundo.
“Sea
lo que sea que hayamos hecho, bueno o malo... podemos al menos tener la
satisfacción de haber salvado a Irán del comunismo” (del socialismo o del
terrorismo o de lo que sea que se acomode). La explicación, pese a que aparenta
la paráfrasis de una frase de Trump en respaldo de cualquier bestialidad, no lo
es. Fue el argumento, en 1957, del
presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower, en justificación de
las acciones encubiertas de su país en Irán, para derrocar a Mosadeq, y en
Guatemala, para hacer lo propio con Jacobo Árbenz.
Estados
Unidos le dio el beneplácito a un aliado incondicional, Reza Pahlavi, el sha,
quien tampoco lograría complacer del todo el apetito de las petroleras
norteamericanas, francesas, holandesas e inglesas (British Petroleum) debido a
su impopularidad e ilegitimidad, y al profundo sentimiento antiimperialista de
la sociedad iraní. No bastó la represión desatada. Fue un títere que empezó a
labrar la caída desde el momento en que los gringos lo treparon al poder. Y
cayó.
A
los papeles con los detalles de la maquinación, como dije, se pudo acceder seis
décadas luego de acontecida, entre textos extraviados, telegramas destruidos y
obvias alteraciones. La CIA, claro está, no desclasificó los documentos a
voluntad, sino forzada por la Ley
de Libertad de Información (Freedom of Information Act, FOIA), que
obliga al gobierno federal a suministrar registros e historiales.
A
pesar de las nueve exenciones, las tres exclusiones especiales, los obstáculos
administrativos y la perseverante labor de la Corte Suprema para cercenarla, la
FOIA es un refugio del derecho del público para averiguar algo sobre la
información que maleantes y burócratas prefieren tildar de confidencial.
Si
bien la confabulación contra Irán era un secreto a voces, desde hacía rato, y
aunque los expresidentes Clinton y Obama, y la secretaria de Estado Madeleine
Albright, habían reconocido la participación estadounidense en el entramado,
una razón grande esclarecía tanto secreto: que el modus operandi seguía
(sigue) vigente.
La
CIA y el MI6 financiaron pandillas de sabotaje, bandas callejeras y de
protesta; sobornaron oficiales de las Fuerzas Armadas y unidades militares;
crearon alianzas con sectores burgueses y grupos monárquicos cercanos a
Pahlavi. Y los medios corporativos abocados a lo suyo: la difamación implacable
del primer ministro Mosadeq, y el silencio absoluto en cuanto a las prácticas
despreciables de los funcionarios estadounidenses e ingleses.
O
sea, sesenta y siete años atrás, las mismas tretas actuales. Los indignos
eventos no pasan de nuevo en el presente o se repetirán en el futuro. Suceden,
otra vez, en el pasado. Y no son, precisamente, ucronías de Harry Turtledove,
el prolijo escritor estadounidense de historia alternativa. Son arremetidas
frontales contra la Historia.
Más
allá de las responsabilidades de la sociedad estadounidense, las actuaciones
inexcusables de Trump la están dejando más mal parada de lo que supone, y al
presidente peor sentado en el Despacho Oval de lo que jamás admitirá.
Lo
peor es que los actos horrendos, como el asesinato de Soleimani, las masacres
frecuentes, las ejecuciones extrajudiciales y las torturas, los golpes de
estado, las depredaciones incesantes, los asaltos de cuatreros y las vilezas
cometidas a diestra y siniestra, lastiman tanto a las víctimas como a quienes
las infligen.
Es
la sociedad de Jóvenes hombres lobo descrita por Michael Chabon
(1999) en sus relatos, que no termina de hacerse mayor: “…nuestra propuesta de
sociedad con el Wrestling Channel (Canal de la lucha libre) …” Los
espectaculares combates escenificados, tan populares entre los estadounidenses,
que de los cuadriláteros locales pasan a la arena de las relaciones
internacionales con idéntica combinación de técnicas. ¡Vaya desgracia!
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